Recorriendo la joya azul de Montenegro: entre montañas y pueblos marineros en la bahía de Kotor

Ivo Visin tenía un sueño, ahorrar lo suficiente para comprar un barco y lanzarse al mar como comerciante. Pero lo que logró fue mucho más grande: convertirse en una leyenda de la historia de Montenegro. Entre 1852 y 1859, este aventurero nacido a orillas de la bahía de Kotor (o Boka Kotorska) recorrió incansablemente el planeta, convirtiéndose en la primera persona de esta región en dar la vuelta al mundo.
Esta historia es un reflejo del alma navegante de los bokelianos, un pueblo que divide su corazón entre un mar tranquilo y silencioso y la atronadora belleza de las montañas. Pero la influencia marinera no es lo único que ha marcado la esencia de la bahía de Kotor. Por estas tierras de ubicación privilegiada pasaron los otomanos, los venecianos y los austrohúngaros, dejando tras de sí trozos de su cultura como migajas de pan.
Llamada también "la bahía de los santos" por su enorme cantidad de iglesias, que tardaríamos más de un año en visitar, nos atrae con su aire cargado de salitre, sus pueblos de tejados rojizos y su vasta cultura que puede leerse como un libro abierto en sus calles.
Herceg Novi o la mejor bienvenida a Boka KotorskaComo en un abrazo que nunca llega a cerrarse, dos enormes penínsulas alargadas, una croata y otra montenegrina, se acercan la una a la otra ahogando hasta el límite la entrada a la bahía de Kotor desde mar abierto y dejando apenas 340 metros de separación en su punto más estrecho. Y como si fuésemos Ivo Visin regresando a casa después de su travesía naval, la primera ciudad que veremos al cruzar el estrecho de Verige y adentrarnos en las bocas de Kotor sería Herceg Novi, que se extiende impasible a los pies del monte Orjen.
El equilibrio perfecto que mantiene entre el Adriático y los Alpes Dináricos no se replica en su historia, que podría calificarse como "turbulenta", tal y como detalla Milena Kovačević, guía turística. Fundada en 1382, esta urbe es la única de la bahía de Kotor que estuvo controlada por los otomanos, exactamente durante 200 años. Prueba de ello es la fortaleza Kanli Kula, que se traduciría como 'torre sangrienta', construida en 1539 como una prisión. Ya en la actualidad queda atrás queda ese tétrico nombre, y es que en los años 60 se convirtió en un escenario al aire libre que acoge todo tipo de festivales y eventos culturales.
Persiguiendo la brisa marina, iremos descendiendo hacia la parte baja de la ciudad, no sin antes encontrarnos con lugares tan especiales como la Plaza Nikola Djurkovic, el corazón de Herceg Novi, un espacio de fachadas de color pastel vigilado por la Torre del Reloj y sus 16 metros de altura. Levantada en 1667 por los otomanos, en su versión original indicaba la hora de la oración, y era la puerta de entrada principal de la población. A tan solo una calle de distancia está la Iglesia de San Miguel Arcángel, una joya ecléctica que evidencia el crisol cultural que emana de la historia de la ciudad. Elementos bizantinos, románicos y góticos caracterizan su estructura, marcada también por una clara influencia de la arquitectura otomana. Un tímpano dorado con la figura del arcángel sosteniendo una balanza y una espada nos da la bienvenida al interior: un pequeño espacio dominado por un iconostasio de mármol blanco.
Ya a orillas de la bahía se alza el Forte Mare, que desde el siglo XIV mira hacia el horizonte marítimo, antaño para proteger a la ciudad de los ataques de los enemigos, ahora para brindarnos una panorámica impresionante y difícil de olvidar. Y a los pies de la fortaleza, 6 kilómetros de paseo marítimo que con su olor a salitre nos empuja a probar las delicias locales en la terraza de algún restaurante o a sumergirnos en las aguas cristalinas de alguna pequeña playa. Porque sí, entre lecciones de historia y arte aún queda tiempo para la relajación.
Perast: una calle, una isla y una iglesiaAmanecía un día cualquiera de 1452, cuando dos hermanos salieron a pescar tras unas jornadas de intensas lluvias. Fue entonces cuando se encontraron con algo totalmente inesperado: un cuadro de la Virgen con el Niño Jesús. "Lo más probable es que se cayera del alguno de los barcos que pasaban, porque en ese momento había mucho comercio marítimo", explica Milena. Otras historias que surgieron posteriormente se funden ya con las leyendas y el misticismo; por ejemplo, se dice que uno de los hermanos se curó de su enfermedad rezando al cuadro y que la obra de arte volvió por sí sola a la isla después de ser trasladada a tierra.
Sea como sea, los hermanos, junto con los habitantes de Perast, decidieron construir una isla artificial para levantar en ella una capilla que acogiese al cuadro. Y así fue. Durante casi 200 años se fue creando ese pequeño islote, llevando piedras desde la costa con pequeñas barcas. "Esa tradición de construir la isla todavía la tenemos", nos cuenta la guía. Cada 22 de julio se lleva a cabo una procesión en barco conocida como Fašinada y, de forma simbólica, se lanzan rocas para hacer "crecer" la isla. "Este año hemos celebrado la número 574", detalla.
A día de hoy, la imagen de la iglesia de Nuestra Señora de las Rocas, rodeada de un mar en calma y vigilada por la atenta mirada de unas cumbres escarpadas, se ha convertido en uno de los símbolos indiscutibles de Montenegro. El interior del templo expone, bajo el intrincado artesonado de su techo, una gran colección de piezas votivas de antiguos marineros. "Para muchos, la virgen era un símbolo de una madre que los protegía mientras estaban tan lejos de todo lo que conocían", nos explica. Por otro lado, lo que antaño fue la casa del protector de la isla, a día de hoy es un interesante museo nutrido con donaciones de todas partes del mundo.
Ya de vuelta en tierra firme toca recorrer las calles de Perast, aunque más bien habría que hablar en singular. Una única vía atraviesa la villa de una punta a otra, con el suave romper de las olas a un lado, y un conjunto compacto de casas al otro. Aquí, además de alzar la vista para dejarse maravillar por las montañas que caen empicadas al mar, lo haremos para contemplar la esbelta torre de la iglesia de San Nicolás, que intenta rozar el cielo con sus 55 metros de altura.
Kotor, en las profundidades de la bahía"¡Bienvenidos al pueblo más bonito del mundo!", afirma Milena Kovačević con alegría. Tal vez sea porque su trabajo como guía sea mostrar las maravillas de cada destino. O bien porque fue allí donde nació y presuma con orgullo de su ciudad. Pero en sus palabras se asoma una enorme verdad, y es que Kotor bien merece ese título. La belleza de esta localidad en las entrañas de la bahía homónima siente en el preciso momento en el que uno pone un pie en ella.
A simple vista parece infranqueable, con sus robustas murallas de piedra que se extienden a lo largo de 4,5 kilómetros, pero la Puerta del Mar nos permite entrar en su casco histórico. Nos encontraremos entonces en la Plaza de Armas, donde antiguamente se ubicaba el arsenal. Este espacio repleto de terrazas, donde el trasiego de turistas es constante, está dominado por la Torre del Reloj, uno de los grandes símbolos de la ciudad. Este edificio, ligeramente inclinado a causa de un terremoto en 1979, se levantó en 1602, y a día de hoy, la quinta generación de la misma familia es la encargada de darle cuerda a su mecanismo cada mañana.
La siguiente parada es la Catedral, que yergue allí imponente con sus dos torres desde el año 1166. Construida en estilo románico bajo la advocación de San Trifón, es un enorme icono cultural para los habitantes de Kotor. "Desde niños aprendemos que la catedral ha estado aquí desde antes de nacer y se quedará cuando ya no estemos", nos cuenta Milena. Este templo es católico, pero muy cerca encontramos dos iglesias ortodoxas, las únicas de esta rama cristiana en el casco histórico de la ciudad. La de San Lucas, pequeña y sobria, data de 1195, mientras que la de San Nicolás es el monumento más joven de la urbe, construida en 1909 sobre las ruinas de un edificio más antiguo dedicado al mismo santo, protector de los marineros.
Y como se suele decir, llega la guinda del pastel. Separamos nuestros pies del suelo con un teleférico que en apenas unos minutos de placer visual nos lleva hasta el monte Lovćen, mostrándonos de nuevo esa dualidad entre el mar y la montaña. Allí en lo alto aguarda una cafetería panorámica, diferentes miradores y una atracción solo apta para valientes: una montaña alpina que nos precipita hacia el atardecer como un cohete. Desde 1.348 metros de altura y con el viento zumbando en nuestros oídos, podremos ver nuestras propias huellas y ver desde lo alto todo aquello que hemos visitado mientras el paisaje se funde en el juego de los Alpes Dináricos reflejados en las aguas del Adriático
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