La rareza de ser Rafael de Paula

Nadie debe negar a Rafael de Paula su condición de leyenda anómala del toreo. El más extraño de los matadores de toros, el de enigma más ancho de su generación y de las otras. El que en menos carteles acumula más misterio. Rafael de Paula es un sujeto eminentemente visceral y literario. El último eslabón esencial del toreo gitano, capaz de plantear lo imposible ante el toro cuando se abría de capa o cuajaba 10 o 15 muletazos. Y después, cualquier cosa. A Rafael de Paula no ibas a verlo torear, sino a verlo vivir arrebatado, desigual, con una angustia purísima entre la indefensión y la gloria. Abrevaba en unos unos pozos muy oscuros y de ahí sacaba su condición de hombre difícil, imposible cuando no podía ser otra manera, imprevisible, genial.
A Rafael de Paula fuimos a verlo Vicente Ruiz y yo a Sanlúcar de Barrameda hace 25 años la primera vez. La entrevista salió tremenda, desconcertante, indómita. Una década después regresé con Zabala de la Serna y José Aymá, en cordada devota, y encontramos a un artista cansado, mucho más extremo, un hombre fiero contra el todo bregando sus tempestades a vida y muerte. Unos años después la romería devocional fue con Angélica Liddell: para entonces dejaba ver a pleno sol nuevos infiernos acumulados y en cada frase dispensaba destellos y desventuras y un relente de soledades del tamaño de un niño. Lo dejábamos al caer la tarde en su casa de la calle Platón, donde tenía por todo patrimonio una mesa de camilla, una estufa eléctrica y el retrato que le hizo el pintor Ramón Gaya vestido de tabaco y oro. Rodeado de leyenda mantuvo bajo el hacha de su risa rota una ternura de hombre a tientas. Primero fue José Bergamín con La música callada del toreo y mucho después Felipe Benítez Reyes con Rafael de Paula, dos libros para descifrar el enigma de su expresión y la melancolía de sus penumbras. Porque Rafael de Paula es (por siempre) la borrasca mejor del toreo de Jerez. El hombre de esencia portentosa, capaz de convocar alrededor todos los asombros, radical de pasiones.
Aunque en verdad hay más que un torero en Rafael de Paula. Dejarlo en eso sería poco. El arte suyo viene de Joselito y viene de Belmonte y luego se hace a su manera fundando una nueva astronomía sin antes ni después. Rafael de Paula no podía retirarse como hace cualquiera, él tenía que caer vencido. Y así fue. Las rodillas en pedazos y el alma con mil demonios lo fueron alejando del oficio y también un poco de vivir. Fumaba Ducados y lo vimos torear de salón con la garrota como estaquillador mientras la Liddell lloraba en la Venta Gabriel de Jerez de la Frontera. Ese mediodía desobedeció con cinco naturales infinitos la ley de la gravedad de su ánimo arrasado, de sus piernas en derrota, de su dignidad encarnizada. El hundimiento fue otra constante purísima de su intemperie genial. No es exactamente un maldito, sino un sublime herido. Muerto.
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