Escándalo en Múnich: Dios ha muerto, Wagner está vivo
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Está claro que Wagner nunca concibió su Rheingold (El oro del Rin) para desguazarlo en una iglesia derruida cuyos grafitis anuncian la muerte de Dios, pero es probable que agradecería semejante lectura después de asomarse como un fantasma a las funciones veraniegas del Festival de Múnich.
La grandeza abyecta de este montaje de Tobias Kratzer en la Bayerische Staatsoper no consiste en honrar el fetiche del mito, sino en violarlo. En devolver el ciclo del “Anillo” a la violencia primitiva de la codicia, del poder y del despojo. Nada de arpas ni de romanticismo ni de ondinas de agua dulce. Aquí se trafica con almas como quien revende una clave de acceso al submundo de la deep web. Y la orfebrería del oro no reluce: corrompe, intoxica, degrada.
Kratzer, ese hereje talentoso que ya había descuartizado Tannhäuser en Bayreuth, no ofrece una ópera: propone un atentado. El telón no se abre, se desgarra. El espectador no asiste, comparece desarmado. Y lo hace ante un universo en ruinas, donde las ninfas del Rin se comportan como adolescentes idiotas, donde Alberich no es un gnomo fantástico, sino un miserable despechado, y donde Wotan —encarnado por un Lawrence Brownlee mayestático, imponente— parece un CEO en crisis de identidad más que un dios nórdico.
Kratzer traslada el ciclo wagneriano al estercolero de la contemporaneidad. Aquí se negocia con la violencia en oficinas desangeladas
El resultado es una ceremonia profana, un descenso a las cloacas del poder, donde los dioses han perdido la dignidad, los hombres la inocencia y el oro del Rin ya no brilla: corroe. Kratzer traslada el ciclo wagneriano al estercolero de la contemporaneidad. Nada de árboles sagrados ni armaduras de latón. Aquí se negocia con la violencia en oficinas desangeladas. Se tortura en garajes. Se implanta la trama como una distopía suburbana en la que la pesadilla no se sueña: se padece. No hay refugio para el símbolo. Ni nostalgia para la leyenda. La fábula de Wagner se convierte en un reportaje social. En un ajuste de cuentas. En un noticiero terminal donde el crimen original no es el robo del oro, sino el abuso sistémico.
La escenografía es rabiosa, incómoda, contaminada. Una iglesia en llamas que venera a Dios muerto.Tiene la textura del hormigón, el hedor del plástico quemado. Una estética entre Blade Runner y una notaría de provincias. La puesta en escena es un campo de batalla. Explosiones, cámaras de vigilancia, trajes militares, neones rojos y mucha mugre. Muchísima. No hay espacio para la belleza, porque Kratzer la refuta en sentido alérgico. La sustituye por el espanto, por el desconcierto, por una estética del derrumbe que Wagner anticipó sin saberlo o sabiéndolo. El oro del Rin no es un tesoro: es un virus. Y la lectura musical de de Jurowski lo transmite con precisión bacteriológica.
Porque Vladimir Jurowski no dirige, diseca. Esculpe una lectura quirúrgica, tensa, sin grasa. Nada de languidez romántica ni de manierismo. Aquí hay crispación, electricidad, estruendo. El foso se convierte en un organismo vivo que respira con pánico y con furia. Jurowski lo empuja todo hacia el abismo, consciente de que el Rheingold no es una obertura ceremonial, sino una declaración de guerra.
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Jurowski extrae del foso un sonido físico, inmediato, con la precisión de un forense. La música se construye y se descompone sin ornamentos, sin retórica. La naturaleza cíclica de la partitura se percibe como una amenaza latente, como una pulsación biológica. Nada en su dirección apunta al consuelo. El Rheingold no suena a prólogo, sino a explosión contenida. Cada transición es un corte, una incisión. Cada crescendo arrastra consigo una sombra. El resultado es una ópera que no avanza, se precipita.
En ese paisaje de derrumbe moral, el Wotan de Lawrence Brownlee es una anomalía reveladora. Su voz clara y redonda, menos cavernosa de lo habitual en los teatros germanos, aporta al personaje una vulnerabilidad desconocida. Wotan ya no impone la ley, busca atajos. Pacta. Aplaza. Se enreda en su propia astucia con la sonrisa cínica de quien sabe que ha perdido el aura.
Brownlee encarna un dios pragmático, un seductor en retirada, alguien que ya ha aceptado la erosión de su poder sin renunciar del todo a las formas. No necesita levantar la voz. Le basta con dosificarse. Con insinuar. Con sugerir que la autoridad, como el oro, también se oxida.
Y Loge, su escudero, se desliza entre los pliegues de esta decadencia. Sean Panikkar lo canta con una mezcla de prestancia y descreimiento. Su figura no busca resolver el conflicto, sino comprenderlo, explotarlo, ironizarlo. Es el único personaje que no se indigna. El único que se mantiene frío, lúcido, un poco por encima de todo. Loge sabe que el mundo no se construye sobre principios, sino sobre intereses. Y se mueve por él con la ligereza de quien ha renunciado a creer.
La diosa Fricka, interpretada por Ekaterina Gubanova, irrumpe como una fuerza centrífuga. No hay rastro de histeria ni de queja. Su presencia tiene la solidez de lo irrevocable. No discute, decreta. Es la conciencia del pacto y la incomodidad del deber. La única figura verdaderamente trágica de este traumático episodio inaugural. El personaje que no desea nada, salvo que los demás no olviden lo que juraron. Su canto tiene algo de sentencia. Y su figura impone incluso en el silencio.
La entrada al Walhalla recuerda más a un centro comercial en quiebra que a un Olimpo celestial. La gloria ha dejado de ser deseable
La caída de los dioses se escenifica sin solemnidad. No hay niebla, ni arcoíris, ni promesas. Lo que se contempla es una procesión burocrática hacia un edificio decrépito, vigilado por luces falsas, escoltado por fuegos artificiales baratos. La entrada al Walhalla recuerda más a un centro comercial en quiebra que a un Olimpo celestial. La gloria ha dejado de ser deseable. Apenas queda el gesto vacío de la conquista. Una liturgia que ya nadie cree.
De hecho, Kratzer no ilustra la obra, la vampiriza. La convierte en un espejo sucio. La desnuda de toda idealización. Su Rheingold no plantea enigmas ni propone conclusiones. Escenifica la derrota. La de los dioses, la de los hombres, la de cualquier forma de inocencia. La ópera se hunde desde los presupuestos originales. Y en ese hundimiento se encuentra la verdadera modernidad de Wagner. No como profeta, sino como notario. No como místico, sino como cronista. Lo que ocurre sobre el escenario no pertenece al mundo de la ficción. Es una radiografía de lo real. Del poder que miente. De la codicia que corroe. Del arte que, por fin, deja de embellecer para empezar a decir la verdad.
El Confidencial