Reforma y ruptura: cómo Portugal puede aprender de Javier Mil

El gobierno de Javier Milei en Argentina ofrece, para observadores atentos y responsables, un conjunto de lecciones complejas, algunas útiles y otras inquietantes. Economista de profesión y libertario por convicción, Milei aboga por un Estado mínimo y llegó a la presidencia con una promesa disruptiva: desmantelar los cimientos del Estado argentino tal como se conocía, recortar radicalmente el gasto público y liberar la economía de lo que podríamos llamar "las ataduras del estatismo". Si bien Portugal no comparte el mismo colapso institucional y económico que caracterizó a la Argentina anterior a Milei, existen claras señales de que el modelo estatal actual en Portugal requiere una reforma seria, gradual, racional y valiente. Sin embargo, esta reforma no puede —ni debe— sacrificar el Estado de bienestar que sustenta la dignidad colectiva y la cohesión nacional.
Desde que asumió el cargo en diciembre de 2023, Javier Milei ha adoptado una agenda radical de austeridad, conocida popularmente como el "Plan Motosierra". Esta consistió, entre otras medidas, en reducir el número de ministerios, despedir a decenas de miles de empleados públicos, eliminar los subsidios a la energía, el transporte y los alimentos, derogar cientos de regulaciones económicas y laborales, e intentar liberalizar ampliamente la economía mediante decretos presidenciales. Los resultados fiscales fueron inmediatos: se eliminó el déficit primario, se redujo significativamente la influencia del Estado en la economía y las reservas internacionales comenzaron a recuperarse. Sin embargo, el costo social fue profundo: la inflación, aunque parcialmente controlada, se mantuvo alta; la tasa de pobreza alcanzó un máximo superior al 50% a principios de 2024 —estimada entre el 52% y el 57%, según diversas fuentes—, pero disminuyó en los meses siguientes, situándose actualmente entre el 33% y el 38%, según datos oficiales y privados. El desempleo ha aumentado considerablemente, afectando gravemente a la clase media y a los sectores más vulnerables de la sociedad.
Aquí es precisamente donde reside la frontera crítica para cualquier análisis serio: la reforma no puede confundirse con la destrucción. El mérito de Milei reside en exponer claramente las distorsiones de un Estado parasitario y burocratizado, dominado por intereses privados.
Pero su grave error fue asumir que la eficiencia del Estado solo podía lograrse mediante la erradicación casi total de sus funciones sociales. El resultado no fue una economía sana y liberal, sino una sociedad convulsa, donde la confianza en las instituciones democráticas se ve peligrosamente erosionada. Portugal, a su manera, también vive atrapado en un Estado "obeso", propenso al clientelismo y a la inercia funcional.
La administración pública carece de una evaluación rigurosa del rendimiento, el gasto corriente consume recursos escasos para la inversión estratégica y la cultura política a menudo elude abordar las reformas estructurales necesarias. Por lo tanto, existen lecciones que aprender del enfoque disruptivo de Milei, especialmente en lo que respecta a la urgencia de las reformas, pero estas deben adoptarse con prudencia, respeto a los equilibrios constitucionales y compromiso con la justicia social. La reforma del Estado portugués debe, por lo tanto, basarse en una estrategia equilibrada que preserve el núcleo esencial del Estado Social, a la vez que promueve su modernización y sostenibilidad. En este sentido, propuestas como las siguientes pueden y deben considerarse:
• Fusión o extinción de entidades públicas redundantes , con base en auditorías independientes y criterios objetivos de desempeño.
• Creación de un sistema de evaluación del servicio público que promueva el mérito, la formación continua y la rendición de cuentas.
• Digitalización total de los servicios públicos , reduciendo la burocracia y aumentando la eficiencia de la atención al ciudadano.
• Reestructurar el apoyo social para garantizar su eficacia, focalización y ausencia de despilfarro crónico. • Reforma fiscal que alivie la carga sobre el trabajo y la producción, a la vez que refuerce la lucha contra la evasión y el fraude fiscal.
• Simplificación de las normas administrativas y revisión de los códigos regulatorios con miras a promover la inversión privada productiva.
Estas propuestas no implican un debilitamiento del papel del Estado, sino más bien su cualificación. Un Estado que sabe gestionar, que regula con inteligencia, que invierte con criterio y que protege a quienes realmente lo necesitan no es un Estado grande, sino un Estado justo. Y esto es a lo que Portugal debería aspirar: no a la importación acrítica de modelos extranjeros, sino a la construcción de su propio camino reformista, informado por la razón y guiado por la responsabilidad. De hecho, la ambición reformista de Portugal no puede confundirse con la simple emulación de paradigmas exógenos que no respetan la especificidad de nuestro contrato social. La historia política portuguesa, marcada por un esfuerzo constante de construcción institucional, por avances civilizatorios en derechos sociales y por un modelo de desarrollo arraigado en la solidaridad intergeneracional, no puede sacrificarse en nombre del tecnocratismo insensible ni del experimentalismo liberal extremo. El reto, por tanto, consiste en reinventar el Estado sin deconstruirlo, perfeccionarlo sin amputarlo, dotarlo de nuevas capacidades sin renunciar a sus funciones esenciales.
La crisis del Estado contemporáneo —visible en la desconfianza ciudadana, la captura por intereses organizados y la lentitud operativa— exige una respuesta que combine rigor presupuestario con visión estratégica, y autoridad pública con proximidad democrática. Esto implica necesariamente un cambio en la cultura política. La buena gobernanza no reside únicamente en reformas institucionales; reside, sobre todo, en una concepción del servicio público como una misión de interés colectivo y no como una extensión de la lucha partidista o el privilegio corporativo.
Y también implica recuperar una idea casi olvidada: que el Estado es, en última instancia, un instrumento moral. Es la expresión organizada de la voluntad común de garantizar la dignidad, la libertad y las oportunidades para todos, no solo para aquellos más adaptados al mercado. En este contexto, la lección más profunda que puede extraerse de la experiencia argentina bajo el liderazgo de Milei es que la destrucción de instituciones frágiles no genera, por sí sola, instituciones fuertes. Sustituir la disfunción estatal por un vacío político y social puede ser más peligroso que la propia ineficiencia original. Portugal debe, por tanto, protegerse de esta trampa: reformar, sí; desmantelar, no. Mejorar, sí; devastar, nunca. La gran tarea de los próximos años será, por tanto, construir un nuevo paradigma de Estado: un Estado reformado, competente, ágil y atento; pero también solidario, ético y presente. Esta será la verdadera medida de la madurez de una nación europea en el siglo XXI.
Y es con esta medida —exigente pero justa— que Portugal debe evaluar su trayectoria. En definitiva, esta reflexión también es profundamente personal. Como ciudadano, como observador perspicaz de la realidad política y como alguien que cree en el poder regenerativo de las instituciones, me niego a aceptar la idea de que la única alternativa al estancamiento sea la implosión del sistema. No creo en revoluciones descontroladas ni en discursos incendiarios que confunden autoridad con violencia y libertad con abandono. Creo en una política exigente, cimentada en la responsabilidad, la competencia y la valentía moral.
Veo en el ejemplo de Argentina no una inspiración ciega, sino un espejo que nos desafía: nos muestra hasta dónde puede llegar un país cuando se pierde el equilibrio entre eficiencia y equidad. Y, al mismo tiempo, nos recuerda que la inercia es tan costosa como el radicalismo. Portugal no necesita salvadores, necesita estadistas. No es necesario derribarlo todo, necesitamos reformar con inteligencia, firmeza e integridad. El futuro depende de lo que seamos capaces de reformar antes de que la desesperación nos reforme. Y esta responsabilidad —colectiva, pero también profundamente individual— debería movilizar a todos los que aún creen que el Estado no es el enemigo, sino el espejo de nuestra madurez democrática. Quiero un Portugal más ligero, sí, pero no más frágil. Quiero un Estado más eficaz, pero nunca indiferente. Quiero un país que cambie, pero sin dejar nunca de ser justo.
observador