El rostro que no guardará silencio

Hay decisiones legislativas que, a primera vista, parecen insignificantes y administrativamente rutinarias. Sin embargo, con el tiempo se convierten en hitos, no por la extensión de la ley, sino por cómo transforman la experiencia cotidiana. La prohibición de ocultar completamente el rostro en espacios públicos es una de esas decisiones: una breve ley que abre una profunda brecha simbólica entre quienes somos y la imagen que proyectamos de nosotros mismos.
Que no quepa duda: la controversia en torno al velo integral no es una disputa sobre la tela, ni un mero duelo teológico. Se trata, más bien, de una batalla por la gramática mínima de la vida en sociedad, por los signos compartidos sin los cuales la convivencia se convierte en una polifonía sin sintaxis. El rostro, donde se leen la expresión, el reconocimiento y la respuesta, es el primero de estos signos. Pedir que el rostro permanezca visible no es legislar sobre el alma; es preservar el alfabeto de la conversación pública.
Durante décadas, hemos vivido bajo la tiranía de dos ilusiones complementarias. La primera es la creencia de que la libertad se reduce a un catálogo de preferencias individuales, sin contrapartida alguna; la segunda, que el pluralismo exige la ausencia de cualquier criterio que ordene el espacio común. Ambas son peligrosas. La libertad que no se fundamenta en normas se ve viciada por la arbitrariedad; el pluralismo sin parámetros transforma la diferencia en desintegración. El Estado que protege el espacio público no suprime las libertades: establece las condiciones mínimas para que la libertad de cada individuo pueda ser reconocida efectivamente y coexistir con la de los demás.
Afirmar que el rostro importa es, a la vez, una declaración política y una intuición antropológica. En cada ciudad, desde las plazas medievales hasta las avenidas contemporáneas, el rostro es donde se manifiesta la ciudadanía. Es allí donde tiene lugar el gesto de ver y ser visto, la pequeña liturgia mediante la cual el otro deja de ser una abstracción y se convierte en interlocutor. Cuando esta liturgia se ve perturbada, la ciudad pierde parte de su esencia conversacional y adquiere una sombra de desconfianza.
La tendencia hacia las políticas identitarias, que lleva a las democracias a confundir homogeneidad con cohesión, es objeto de críticas justificadas. Pero lo contrario también es falso: la mera suma de diferencias en un espacio común no basta para convertir a una sociedad en una comunidad política. La cohesión es una práctica frágil que requiere, periódicamente, decisiones que restablezcan el mínimo simbólico y visible que nos une. En este sentido, la ley no es un gesto punitivo; es un intento de reafirmar el mínimo civilizatorio que posibilita el respeto mutuo.
Algunos argumentan que obligar a las personas a mostrar sus rostros es un gesto de arrogancia occidental, una imposición cultural. Este argumento toca un punto legítimo: la sensibilidad intercultural requiere cuidado. Pero es necesario distinguir entre sensibilidad y concesión. No se trata de devaluar las prácticas religiosas; se trata de preguntarse si una práctica pública no se convierte, en ese espacio, en un factor de exclusión, segregación o ruptura de la reciprocidad. La fe merece protección; la negativa sistemática al reconocimiento público tiende a transformarla en un gueto.
La seguridad, un término que algunos reducen a un eslogan , cobra relevancia aquí con su sencillo argumento: en entornos públicos donde la interacción mutua es condición de confianza, la posibilidad de identificar a los ciudadanos es un elemento de estabilidad. Pero la seguridad no es solo control; también implica rendición de cuentas y previsibilidad. No exigir a las personas que muestren su rostro supone, paradójicamente, aceptar un mundo donde la responsabilidad se diluye.
La integración no se logra solo con discursos de tolerancia, sino con prácticas visibles de pertenencia y demandas mutuas. Exigir que los rostros sean visibles no es exigir uniformidad, sino que la diferencia se manifieste de forma que permita el encuentro. Es abrir la posibilidad del diálogo donde, de otro modo, reina el silencio del aislamiento. La verdadera hospitalidad no es indiferencia, sino acogida en condiciones que garanticen la convivencia.
Portugal se enfrenta aquí a una prueba de madurez cívica. Podemos elegir entre un cosmopolitismo pusilánime que celebra la diferencia dejando la esfera pública sin normas, y un republicanismo sensible que protege la diversidad pero exige compromisos que hagan posible la convivencia. La elección no es entre un cuerpo cerrado y un cuerpo libre: es entre una comunidad que se reconoce a sí misma y una agrupación de individuos aislados.
Si la ley sobre el ocultamiento del rostro nos incomoda, quizá porque nos obliga a reflexionar sobre lo público y lo privado, entonces esa incomodidad es saludable. La política es, a veces, el ejercicio de aceptar los límites que nos hacen posibles. Mostrar el rostro es uno de esos límites, un gesto que transforma a un desconocido en interlocutor y el espacio público en un lugar donde la libertad se encuentra con la responsabilidad.
En definitiva, el rostro no es solo una cuestión de visibilidad: es la condición que encarna la libertad y hace posible el diálogo en la ciudad. Prohibir el ocultamiento total no es un acto de hostilidad hacia la diferencia, sino un acto de defensa contra la disolución del espacio común. Es pedir, con cierta delicadeza, que entremos en la plaza, sí, pero que lo hagamos con el rostro descubierto, porque es en la mirada del otro donde aprendemos, cada día, a ser nosotros mismos.
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