"Obviamente, no voy a dimitir."

En Portugal existe una peculiar forma de gobernar: resistir hasta el límite, como si la mera persistencia fuera una señal de virtud. Ana Paula Martins es el ejemplo perfecto de esta vieja escuela, perteneciente a la estirpe de gobernantes que confundieron estoicismo con inercia y que creían que permanecer en el cargo mientras el edificio se derrumbaba lentamente era una forma de servicio público, como si observar la decadencia fuera una especie de deber y garantía moral.
El ministro se mantiene firmemente en el cargo, incluso cuando la sucesión de incidentes en el sector salud, en otras circunstancias, exigiría un gesto de responsabilidad política. Accidentes de ambulancia, récord europeo de partos en lugares públicos, cierre masivo de urgencias, y sobre todo, con una arbitrariedad que atenta contra la racionalidad y desorienta a quienes las necesitan, retrasos en el INEM (Instituto Nacional de Emergencias Médicas), líneas de atención telefónica colapsadas, descoordinación en las administraciones hospitalarias, nombramientos y destituciones a una velocidad vertiginosa en la Dirección Ejecutiva, el INEM y los Consejos de Administración de las tristemente célebres ULS (Unidades Sanitarias Locales), y aun así, el ministro es incapaz de obtener información oportuna y precisa antes de proporcionar información errónea, asombrosamente, en el Parlamento.
El Servicio Nacional de Salud (SNS) se encuentra formal y públicamente a la deriva, no por culpa del actual Ministro de Sanidad, sino por la de todos aquellos que, en las últimas décadas, oscilando como un péndulo entre el Partido Socialista (PS) y el Partido Socialdemócrata (PSD), han tenido responsabilidades directas e indirectas en este sector. Este panorama cotidiano y cruel de desorden institucional va mucho más allá de una mera «fase difícil» y seguirá así, independientemente de cualquier ley marco que pueda aprobarse, porque hemos llegado a un punto sin retorno donde el SNS, tal como está, es irrecuperable. Ya no se trata de una reforma, sino de una reconstrucción sobre bases (y no sobre leyes marco) adaptadas a los nuevos tiempos y a los vientos de cambio, que se traducen en una mayor responsabilidad individual sobre la propia salud, una colaboración entre los sectores público y privado, por mucho que esto pueda disgustar a una izquierda política, mediática y cultural que, con su visión dogmática y su demagogia intrínseca, fue la gran fuerza que empujó al SNS al abismo.
Pero dejando este tema para otro análisis, uno que se pretende que sea profundo y exhaustivo, quisiera intentar comprender la psicología política de la ministra Ana Paula Martins. Para ello, resulta inevitable compararla con su predecesor.
El caso de Marta Temido ilustra bien este contraste. Ella también se enfrentó a graves problemas en el sistema sanitario: deficiencias en la atención, interrupciones en los servicios esenciales, despilfarro de recursos durante la pandemia para mantener una imagen positiva, y una constante presión pública. Su carrera política decayó tras un incidente de gran repercusión, que curiosamente también involucró a una mujer embarazada. (En el imaginario popular y televisivo, el embarazo es un estado en el que la medicina moderna debe garantizar una seguridad absoluta, y si se produce alguna fatalidad, necesariamente habrá un culpable).
Pero si merece la pena recordar a Marta Temido, no es por ningún mérito especial, sino por su astucia. Cuando se dio cuenta de que no había forma de salvar el Servicio Nacional de Salud, se marchó. Se marchó pronto, se marchó con una reputación relativamente intachable, se marchó con la aprobación de los medios de comunicación («una dimisión digna», «un gesto noble», «una despedida elegante»), se marchó con la dignidad cuidadosamente escenificada que el país suele atribuir a quienes abandonan el barco antes de que se hunda.
Temido tiene algo que, al parecer, le falta a Ana Paula Martins: ambición política. Sabía que, dado el estado del Servicio Nacional de Salud (SNS), otro incidente grave era solo cuestión de tiempo, que otro desastre estaba a la vuelta de la esquina, y buscó refugio. No por altruismo, sino por cálculo. Y el cálculo le salió bien. Sigue activa políticamente.
Lo mismo se aplica a quienes comprendieron la regla tácita de la supervivencia política: Pedro Nuno Santos se retiró en el momento oportuno y reapareció con más fuerza, aunque solo fuera para consumo interno del partido. Quienes se aferraron a sus puestos, negándose a dimitir a pesar de las evidencias —Constança Urbano de Sousa, Azeredo Lopes, Eduardo Cabrita— acabaron marginados y políticamente eclipsados. Su obstinación tuvo un alto precio: perdieron sus empleos y su futuro político (pero no sin opciones; siempre queda un puesto de comentarista en un canal local).
Más allá de esta falta de ambición política, ¿qué lleva a Ana Paula Martins a aferrarse a su puesto como un náufrago a la última boya? ¿Es por lealtad al partido, una mujer "apasionada" dispuesta a servir de chivo expiatorio a Luís Montenegro, sabiendo que él no dudará en convertirla en carne de cañón, y que ni siquiera será necesario esperar a Semana Santa? No lo creo; a pesar de cierta excentricidad en sus acciones, parece demasiado serena para eso.
El actual Servicio Nacional de Salud (SNS) es un mosaico de redundancias, un conjunto de estructuras sin coordinación real, dominado por corporaciones, sindicatos y administraciones que se perpetúan. Y la ministra forma parte de ese mismo ecosistema. Recientemente, fue presidenta del Consejo de Administración del Centro Hospitalario Universitario del Norte de Lisboa, nombrada por el ministro socialista Manuel Pizarro a propuesta del primer director ejecutivo del SNS.
Aquí no hay grandes misterios. La frontera entre el Partido Socialista (PS) y el Partido Socialdemócrata (PSD) en la gestión de los servicios públicos prácticamente ha desaparecido. Los ministros cambian, pero las mismas estructuras y lealtades permanecen. Un día es el PS quien nombra; al siguiente, el PSD quien confirma. Es el viejo ritual de alternancia consensuada: un día me haces un favor, al día siguiente te lo hago yo. Lo llaman estabilidad. En realidad, es inmovilidad organizada.
El ministro es producto de este sistema. Y nadie destruye el sistema del que es producto. Un sistema que durante años se valió del trabajo abnegado, tanto en cantidad como en calidad, de los médicos, con salarios no muy diferentes a los de trabajadores mucho menos cualificados. Un sistema que convirtió los favores políticos y personales en el criterio para nombrar a tantas administraciones hospitalarias. Un sistema que se doblegó ante las conveniencias electorales de los políticos locales del partido gobernante. Un sistema que, posteriormente, para ocultar su fracaso, toleró inmoralidades que ahora empiezan a salir a la luz, pagando a algunos en secreto lo que no daba abiertamente a todos, como en los casos de reducción de las listas de espera quirúrgicas.
Pero vale la pena dar un paso atrás y observar el último gobierno socialista, cuando las ineficiencias (por ser generosos) del Servicio Nacional de Salud se disparaban por todas partes, agravadas, además, por las prácticas políticas aún más estatistas del ministro Temido, en un guiño a los inefables Martins y Mortáguas de la era posterior al gobierno de coalición.
El Partido Socialista tiene la ya habitual costumbre de crear estructuras para encubrir sus fracasos políticos. Primero, creó la Dirección Ejecutiva del Servicio Nacional de Salud (SNS), como si un nuevo organismo tuviera el poder mágico de solucionar décadas de mala gestión, falta de financiación y fuga de profesionales. Después, la propia Dirección Ejecutiva, en un alarde de creatividad política, presentó la red de Unidades Sanitarias Locales (USL), una solución presentada como panacea, pero que en la práctica carece de comunicación interna, multiplica los problemas administrativos y genera más entropía que eficiencia.
Las Unidades Sanitarias Locales (USL) eran la gran promesa de que "ahora las cosas van a cambiar". Pero no fue así. Y nunca podrían haberlo hecho. De lo contrario, dado que la primera (Matosinhos) se creó en 1999, si los resultados que presentaban eran tan superiores, habría sido un error imperdonable no haber implementado este modelo antes.
Esto fue un ejercicio de cinismo político, una marca registrada del Partido Socialista: ganar tiempo con mecanismos institucionales que crean la apariencia de reforma mientras se congela el cambio real.
La ministra, quien garantiza la inmutabilidad de esta alternancia, cambió a las personas pero mantuvo las estructuras. Por eso está ahí. Siendo quien es y viniendo de donde viene, jamás podrá reconstruir un sistema de salud. Carece de libertad política y de margen de maniobra estructural. Si no fuera ella, sería otra persona. Su tiempo para proponer reformas, de esas que lo cambian todo para que todo siga igual, se ha agotado.
Se le acaba el tiempo para ocultar la cobardía política de un gobierno que, con el apoyo de una clara mayoría de derecha en el parlamento, tendría la oportunidad de revolucionar los servicios públicos. Pero no quiere. Ya no tiene influencia, ni autoridad, ni capital político. Solo le quedan el gabinete, el expediente y la obstinada idea errónea de que mantenerse en el poder equivale a gobernar. Por lo tanto, seguirá gestionando lo que queda del sistema hasta que, como tantos otros, sucumba al agotamiento colectivo. Cuando se vaya, nadie hablará de su valentía ni de su dignidad, solo de su atraso.
«No, no renuncio». Un epitafio triste, sin duda, pero quizá ni siquiera haga falta escribirlo. Porque, en realidad, no hace falta que te despidan para estar ausente.
observador


