Opinión: Encuestas y fotografías que calientan el ambiente

Los lectores que disfrutan de las buenas series políticas reconocerán el episodio que sigue. En una de las escenas iniciales de la serie danesa Borgen, la líder del partido Birgitte Nyborg participa en un debate televisado junto a los principales candidatos a la jefatura de gobierno. Es una candidata de segunda categoría, pero, contra todo pronóstico, su postura ética e inflexible conquista al público. Sin embargo, fue la reacción inmediata de las encuestas en vivo la que cambió el curso de los acontecimientos: los gráficos de televisión señalaron un cambio repentino y Nyborg comenzó a liderar las preferencias de los votantes. Lo que parecía un gesto de honestidad casi suicida se convirtió, a través de la fuerza performativa de los números de la encuesta, en un acto de afirmación política. Además de reflejar la opinión pública, las encuestas ayudaron a darle forma. Crearon consensos, rediseñaron escenarios, escribieron la historia.
Con la claridad de una buena trama, este episodio ilustra una realidad muy concreta: más que simples termómetros de opinión, las encuestas también son termostatos: ajustan el ambiente, orientan estrategias y condicionan los discursos. En un ecosistema mediático cada vez más reactivo, los números adquieren vida propia y afectan el entorno que los rodea. Alimentan los titulares, invaden las redes sociales e influyen tanto en los votantes como en los partidos.
Walter Lippmann dijo hace casi un siglo que “la opinión pública no existe” como una entidad fija que pueda medirse. Lo que existe es una construcción: mediada, moldeada, disputada. Las encuestas son, en este sentido, fotografías que actúan sobre lo que fotografían. Que miden e interfieren al mismo tiempo.
Su impacto no es sólo simbólico. Es un hecho. Los equipos de campaña siguen el seguimiento en tiempo real y ajustan argumentos, agendas y prioridades. La política se vuelve más reactiva y menos programática. El espacio público se reduce a un desfile de momentos fugaces: los números del día. Como ha observado John B. Thompson, los datos estadísticos, amplificados por los medios de comunicación, adquieren un estatus casi incuestionable. Y, como recordaba Noam Chomsky, estas tendencias volátiles tienden a convertirse en verdades estabilizadas (consenso), a menudo al servicio de la lógica del entretenimiento o de intereses dominantes.
Nada de esto significa ignorar las encuestas. Son herramientas útiles y ofrecen pistas sobre los estados de ánimo colectivos. El problema no está en ellos: está en el uso que les damos. Requieren lectura crítica, conocimientos estadísticos y atención al contexto: habilidades que la sociedad civil, los periodistas y los propios académicos necesitan cultivar.
En un momento en que la confianza en las instituciones se debilita y el debate político se rinde a la lógica de lo inmediato, las encuestas son piezas centrales en el juego democrático. No son neutrales ni inofensivos. Y, por esa misma razón, no basta simplemente repetirlas. Es necesario comprenderlos y cuestionarlos. Pueden ayudarnos a entender dónde estamos, pero no deberían, por sí mismos, dictar hacia dónde vamos. En Borgen, Birgitte Nyborg ganó el debate gracias al coraje, la claridad y la autenticidad con que habló. Los números llegaron más tarde. El desafío es mantener este mismo orden.
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