Elemental, lector querido

Sir Arthur Conan Doyle murió un día como hoy, 7 de julio, pero de 1930. Sin embargo, se fue pensando que la labor más importante de su vida había sido su apoyo al espiritismo, la religión y sus conocimientos sobre sus investigaciones psíquicas que se basaban en la creencia de que los espíritus de los muertos continuaban existiendo en el más allá y podían ser contactados por los vivos. Ninguna consideración a su labor como padre de la literatura policíaca inglesa, ni siquiera una memoria que incluyera a Sherlock Holmes, el más ilustre de sus personajes, nada sobre sus muchos y muy exitosos libros, ni un solo pensamiento sobre la ciencia o el arte de la deducción.
Bautizado como Arthur Ignatius Conan Doyle, fue el segundo de los 10 hijos de Charles Altamont y Mary Foley Doyle, nació en Escocia, Reino Unido, en 1859 y completó su primera educación con los jesuitas. Hizo estudios posteriores en Lancashire, un año adicional de educación en Austria y cuando regresó a Edimburgo se matriculó en la universidad para estudiar medicina. Parece ser que resultó un médico excelente y siempre reconoció que, gracias a la habilidad de su profesor, el Dr. Joseph Bell, se enseñó a observar hasta el más mínimo detalle sobre las condiciones de sus pacientes haciendo hincapié en la deducción diagnóstica. lo que Gracias a ello completó la licenciatura con honores, aprobó la maestría en cirugía, se graduó como doctor con la tesis "Un ensayo sobre los cambios vasomotores en ”tabes dorsalis” y finalmente inventó, como protagonista de su primera novela de ficción, al célebre detective Sherlock Holmes.
Fue en el año de 1887, cuando Doyle se hallaba en graves apuros económicos, porque el ejercicio de la medicina no pagaba las cuentas, que decidió llevar un manuscrito que había escrito, por puro divertimento, a la editorial Ward, Lock & Co. Se llamaba titulado “Estudio en Escarlata”. Decidieron comprarla y publicarla y a los lectores les encantó. Era una obra novedosa y emocionante dividida en dos partes. La primera, llevaba el título de “Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad” y estaba relatada en primera persona, con la voz del citado doctor Watson.
La segunda parte se llamaba “La tierra de los santos”, y daba un salto de espacio y tiempo para situarse dos décadas atrás en Salt Lake City, la tierra de los mormones. Parecía una locura y un descuido, pero en el último capítulo, con genialidad literaria nunca vista, retornaba a la historia inicial, donde Sherlock resolvía el caso y el doctor Watson se convertía en una voz narrativa indispensable:
“Holmes no era un hombre de vida desordenada; modesto en su manera de ser, regular en sus costumbres, rara vez se acostaba después de las diez de la noche, al levantarme, había salido ya de casa después de haber tomado su desayuno. El día lo pasaba entre el laboratorio químico y la sala de disección, y algunas veces daba largos paseos, casi siempre por las afueras de la población. No puede formarse una idea de su actividad cuando estaba en uno de esos períodos de excitación. Transcurría algún tiempo, venía la reacción, y entonces días enteros, desde que amanecía hasta que anochecía, se los pasaba tumbado sobre un canapé, inmóvil y sin articular palabra.”
Todo cambió. La novela tuvo un éxito arrollador y para Conan Doyle fue el principio de una fama que no estaba buscando y terminaría engulléndolo para dejar a su claridoso detective en primer plano. Sherlock Holmes se volvería el más apto, célebre, vitoreado y reconocido detective de todos los tiempos y Doyle, no sólo en su padre literario sino también en “padre de la literatura policíaca”. Las obras donde Holmes apareció no fueron pocas y juntas adquirieron el elegante y literario nombre de “El canon holmesiano”, un corpus de 9 obras y 61 piezas, muchas de ellas publicadas en el Strand Magazine. La última de ellas firmada en 1927.
Agobiado y harto de su personaje, Conan Doyle escribiría después un puñado de libros espiritistas que nunca hallaron reconocimiento. Entre ellos “The New Revelation” y “The Vital Message”, que sólo provocarían la amarga indiferencia de los que antes habían sido sus fanáticos.
Sería porque, en cuanto a descubrir la verdad de los hechos, las revelaciones de los muertos y fantasmas no lograban el mismo efecto. Nada como las palabras de Holmes en voz del doctor Watson:
“Presentad una gota de agua a cualquier hombre dotado de un poco de lógica y será capaz de deducir por aquella simple gota la existencia del océano o del Niágara, sin que jamás haya tenido la menor idea ni del uno ni del otro. La vida de todo individuo es como una cadena, en la que basta conocer sólo uno de sus eslabones para deducir cómo son todos los demás.”
¿No le parece elemental, lector querido?
Eleconomista