El salto de longitud: un desafío a la gravedad

Hay momentos que se perpetúan en la historia y convierten a sus autores en leyendas, aunque la proeza se haga en unos instantes.
Se realizaban las Olimpíadas mexicanas en el año 68 del siglo pasado. El mundo deportivo vería caer varios récords, pero hay uno que por su trascendencia eclipsó a todos los demás. Era el 18 de octubre, las pruebas de pista y campo se desarrollaban en el tartán del Estadio Olímpico. En un área determinada, un joven norteamericano de color se preparaba para realizar su primer intento en la final del salto de longitud. Su nombre: Robert “Bob” Beamon.
Los salomones le indican que puede ejecutarlo. Beamon arranca a una velocidad impresionante, da 19 zancadas y, con una técnica impecable, vuela por los aires elevándose poco más de un metro con ochenta centímetros, permaneciendo en el espacio durante seis segundos, cayendo en el foso de arena después de recorrer una asombrosa distancia.
Los dictaminadores que medirían miraron el levantamiento de la bandera blanca, señal que la ejecución fue buena. Inmediatamente checan el anemómetro, que marca dos metros de viento favorable, lo máximo permitido. Todo eso significó que el salto era correcto y procedieron a su medición.
Los dispositivos ópticos que se habían colocado para medir los brincos no estaban preparados para esa distancia, así que los dos jueces, asombrados, procedieron a medirlo con cinta métrica, es decir manualmente.
El proceso tomó tiempo para dar el resultado, mientras, todo era incertidumbre. Pero la concurrencia y los participantes sabían que algo increíble había sucedido. Después de aproximadamente veinte minutos que tardaron los árbitros en dar su veredicto final, éste apareció en los tableros: 8.90. Ocho metros con noventa centímetros. Se había implantado un nuevo récord olímpico y mundial. Ese salto había superado la marca anterior por cincuenta y cinco centímetros. Era una marca icónica, que retó a las leyes de la gravedad.
Nunca, ningún récord había sido superado con tal amplitud, quedando la gesta de Bob inmortalizada en los libros históricos deportivos. Para muchos especialistas ese ha sido el salto perfecto, acuñándose un vocablo para señalar las hazañas espectaculares y desproporcionadas: el beamonesco.
Tiempo después una prestigiada revista deportiva lo calificó como uno de los mejores momentos deportivos del siglo XX.
A más de cincuenta años de haberse implantado constituye la marca olímpica más antigua del atletismo, y con seguridad no se volverá a repetir en otra competición de esa categoría. Como dato: Mike Powell posee el récord universal, con 8.95 m, impuesto en 1991 en el Campeonato Mundial de Tokio.
Beamon solo tuvo ese momento de grandeza, en el cual, parodiando a un general romano, diré: corrió, despegó, voló, aterrizó y se inmortalizó. Un solo tranco lo hizo imperecedero. Después de esa proeza su carrera deportiva nunca despegó, pero su brinco sigue siendo un modelo de grandeza.
Beamon, sin duda alguna, literal, de un salto logró la inmortalidad. Mérida, 15 de septiembre
yucatan