El lubricante de la autoestima | Columna Sexo con Esther

A veces, el aquello no fluye. Y no por falta de amor, ni por cansancio, ni porque el catre crujía más de la cuenta. Simplemente, algo se desconecta. Como si la planta baja y el alma no estuvieran en la misma sintonía. Y es que, aunque muchos no lo digan, el sexo no es solo fricción: también es reflejo. Un espejo íntimo donde cada quien se ve, se mide, se juzga… o se libera.
La autoestima, esa señora caprichosa que se cuela en casi todo lo que uno hace, también entra al catre. Y no solo entra: se acomoda entre las sábanas, observa, opina y, a veces, sabotea. Porque cuando alguien no se gusta a sí mismo, difícilmente se deja gustar. Cuando el cuerpo se vuelve enemigo o vergüenza, el aquello se convierte en trámite o teatro. Y eso, querido lector, no lubrica nada.
Por fortuna, también ocurre lo contrario. Cuando una persona se siente bien consigo misma –no perfecta, no divina, sino cómoda y genuina–, el deseo se asoma sin necesidad de fuegos artificiales. El catre se vuelve refugio y no escenario. Se juega, se explora, se suelta. El aquello deja de ser un examen de rendimiento y se convierte, por fin, en un viaje sin cronómetro.
LEA TAMBIÉN

Y aquí conviene decirlo con todas las letras: sentirse bien con uno mismo no es cuestión de talla, ni de edad, ni de abdominales esculpidos. Es un asunto de mirada, de respeto, de palabras dichas a tiempo. De aprender que el departamento inferior no se activa con juicios, sino con presencia. Que el goce no pide permiso, pero sí pide cuidado.
Para muchas personas, mejorar su autoestima ha sido el verdadero cambio en su vida sexual. No el juguetico nuevo, no el cambio de pose, no la lencería de catálogo. Lo que ha hecho la diferencia ha sido atreverse a desnudarse no solo de ropa, sino de prejuicios. Permitirse sentir sin pensar en cómo se ve. Habitar el cuerpo sin pedir disculpas.
Y si se quiere hablar de lubricantes, que se hable también de estos: la confianza, el sentido del humor, la ternura, el juego. Pocas cosas mojan tanto como una mirada que no juzga, unas manos que no corren y una voz que dice “estás bien así”. Porque ese “bien así” no se olvida. Ni en la planta baja, ni en el corazón.
En resumen: el aquello no necesita cuerpos perfectos, sino almas disponibles. Gente que se quiera lo suficiente para entregarse sin miedo. Que sepa que el placer empieza por dentro, mucho antes de quitarse la ropa. Que entienda que el mejor afrodisíaco no viene en frascos, sino en la forma en que uno se trata a sí mismo.
Porque cuando la autoestima lubrica, hasta el silencio se vuelve gemido. Hasta luego.
eltiempo