Tres guiños en la oscuridad: el cine según Léon, Schefer y Biette

Abundan las pequeñas capillas en la gran catedral francesa de las letras, las artes y el cine. Entre ellas, perdura un triunvirato sigiloso que circuló entre libros y películas, integrado por Jean-Claude Biette, Jean Louis Schefer y Pierre Léon, críticos de estilo cismático, directores y actores (el primero y el tercero) más bien anómalos. Practicantes sin estridencia de la insolencia consustancial a la crítica, dejaron ¿Qué es un cineasta?, El hombre ordinario del cine e Historia natural del cine, respectivamente. Este último ensayo está dedicado a Schefer, y es como si Léon continuara una película que aquel hubiera dejado inconclusa. Algo similar puede decirse de la conexión de Léon con Biette, para quien actuó y a quien le consagró un libro y un documental.
En Una historia natural del cine (Athenaica Ediciones), escrito fuera del círculo de lo evidente, Pierre Léon cruza las películas ajenas y los recuerdos propios: “Quiero creer que las películas tienen mejor memoria que nosotros: cuando nos han visto una vez, no nos olvidan nunca”. Se trate de obras de Rohmer, Renoir, Ozu o Duras, Léon espía detrás de las cortinas. Saltos caprichosos, despieces, remontajes, descripciones espaciales y coreográficas, y una deriva digresiva de estilo alusivo, a veces intrincado, serio pero no estricto, se atreven a ofrecer una fenomenología intermitente del espectador.
La audacia léxica, especular, comparativa y asociativa de Léon lo hace escribir como si dibujara (diagramas, flechas). En su gabinete de planos recortados, rebaraja tramas y actuaciones, suelta datos, curiosidades imperdibles, rumores detrás de escena. Si se tiene fe para resumir una película es porque cifra algo que esta debió desconocer porque su final incógnito estaba agazapado en el futuro: “Saber contar una película supone haber entendido toda su materia silenciosa”.
Acerca de la película de Biette Le Théâtre des Matières, Léon comentó: “Forma parte de ese batallón de películas secretas y esenciales que poseen la elegancia suprema de seguir exigiendo todavía algo del espectador”. Es un film en el que –como en un buen texto crítico– se abren varias puertas en muy pocos minutos. Quizá a Biette le sucedió con sus películas lo que sentenció jugando con el título de una película de Straub y Huillet, en cuanto a que un gran film puede aparecer demasiado pronto o demasiado tarde.
En Le champignon des Carpathes, entre puentes y cortes suavemente abruptos, pareciera que Biette busca, a la vez, desorientar al espectador y crear escenas memorables. Va plantando enigmas, espacios en blanco entre un personaje y otro. Tras una sesión espiritista, estamos como ante un film a punto de enloquecer. “Elijo mis venenos”, amenaza una vieja emperifollada.
Su cortometraje La partenza, de 1968, realizado en Italia (Biette fue durante un tiempo asistente de Pasolini, y su profesor particular de francés), cita a San Ignacio: “Es mejor no hablar y ser, que hablar y no ser”. Biette sabía cómo hacer hablar a sus actores y cómo pronunciarse él mismo –su voz es muy reconocible, en todo sentido– sobre cuestiones cinematográficas. Sostenía que era posible que un cineasta verdadero no hubiera hecho un gran film (algo que, de paso, podría extrapolarse a la literatura, no a la pintura), y confesaba que le costaba memorizar un film y que no obstante podía reconocerlo por un plano o dos. Había dado con un acertijo primordial: “Pregunta tipo esfinge que a uno le gustaría formularle a cada película (con el tuteo de rigor): ¿Qué haces con tu tiempo?”.
Sin dejar de hacer ensayo sobre cine, durante años Jean Louis Schefer cooptó retazos de películas para hacer su entrada triunfal en el laberinto de espejos de la autobiografía. En medio de una escenificación afantasmada de los efectos de determinados planos en un espectador, este melancólico metafísico del cine supo deslizar sugerentes ideas poéticas, tan citables como los fotogramas que merodea: “Pareciera que las imágenes –como los cuadros– tuvieran que aparentar una vida interior para que pudiésemos verlas”.
Se dejó ir en El hombre ordinario del cine (Catálogo Libros) –pudo haberse titulado El niño ordinario..., tan nuclear es la infancia en estas páginas sin principio ni fin– a tal punto que alucinando dio con una forma única –un estilo– de flotar, en una neblina plena de interrogantes finamente trazados, sondeos carismáticamente desconcertantes y una emotividad de pistas borroneadas. La intensidad y la densidad por milímetro cuadrado son tales que no siempre es fácil sostenerle la vista.
Es innegable que asoman cierta superstición y cierto misticismo visual, pero su encantador funambulismo seduce y sus frases invitan futuras visitas: siempre se las encontrará ensayando una contorsión distinta. Las especulaciones de Schefer –que apostillan de soslayo un recuadro de Capra, Kurosawa, Chaplin, Dreyer, McCarey o von Sternberg– cifran y trascienden la escena y la película invocadas. Amigos de la ensoñación, tanto Schefer como Biette y Léon –tres maneras de la delicadeza articulada– acataron el juramento hipocrático del crítico para salvar vidas en riesgo, limitándose a persuadir, disuadir o insinuar con gracia inusual; la gracia no perfumada de destellos que no dejan de ser confidencias.
Clarin



