La caída de la democracia, según François Dubet

Entre 1945 y la década de 2010, las sociedades industriales de Europa occidental y Norteamérica se consideraban, y a veces eran percibidas, como democráticas. A pesar de la violencia colonial, el imperialismo y las crisis políticas, parecían garantizar la libertad de los ciudadanos, la búsqueda de la igualdad, la división de poderes y una cierta confianza en el progreso. No es necesario idealizar este período histórico para ver que estamos cambiando a otro mundo.
Francois Dubet en la Feria del Libro de Buenos Aires de 2011.
Foto Mario Quinteros Trump instaura un poder racista, incita a la violencia, refuerza la oligarquía financiera y somete al mundo a sus caprichos y amenazas. Bajo diferentes modalidades, la extrema derecha reina en Italia, Hungría y Japón, participa en el poder en Suecia y, mañana, podría gobernar en Inglaterra, España, Francia, los Países Bajos y otras democracias antiguas. Se trata, sin duda, de una ola de caída de las democracias. ¿Cómo explicarlo si no es por el juego de las crisis políticas y los caprichos de tiranos narcisistas?
Las sociedades democráticas han sido sociedades industriales, en las que las clases fundamentaban las identidades colectivas y estructuraban los conflictos sociales. De diversas formas, en todas partes se enfrentaron la derecha y la izquierda, los partidos de los capitalistas y los burgueses, y los partidos de los obreros y los trabajadores. Por supuesto, las desigualdades de clase no eran las únicas, mujeres y minorías culturales con frecuencia quedaban marginadas, pero organizaban la vida social y política en torno a conflictos regulados por negociaciones. Así, durante varias décadas, se desarrollaron los estados de bienestar, se redujeron las desigualdades y podíamos creer que el progreso económico y el progreso social avanzaban al mismo ritmo.
La paradoja de lo que se denomina globalización y neoliberalismo con demasiada liviandad proviene de que, por un lado, el dominio capitalista aumentó, se “desnacionalizó”, los ricos son cada vez más ricos, al tiempo que el régimen de clases sociales se agotó. Las identidades de clase se debilitaron y, sobre todo, las desigualdades se multiplicaron e individualizaron. No solo las grandes fábricas se trasladaron a China, sino que hoy los ciudadanos se perciben a sí mismos como desiguales de manera singular en función de una multitud de factores y dimensiones: el trabajo y los ingresos, pero también el origen, el sexo, la sexualidad, el lugar de residencia, los títulos académicos... A la larga, todo el mundo se siente despreciado, ignorado, invisible, y ese sentimiento de desprecio es utilizado por los líderes populistas contra las élites, los extranjeros, los “sabios”, los medios “oficiales”... Los sindicatos y los antiguos partidos de clase, tanto de izquierda como de derecha, se derrumban, sobre todo porque, gracias a Internet y a las redes sociales, todo el mundo cree tener la posibilidad de acceder directamente al espacio público para exponer su experiencia y su ira sin pasar por el filtro de los partidos y las organizaciones. No es de extrañar que la extrema derecha defienda esta libertad.
Entre uno y tres millones de manifestatantes en las calles de Francia en 2023. "Trabajar menos para vivir más", era uno de los eslóganes. Foto: Benoit Tessier/ReutersEl alejamiento de la sociedad de clases se asocia a una transformación de los conceptos de justicia social. En la sociedad industrial, la justicia social tenía como objetivo reducir las desigualdades de condiciones y consistía en devolver a los trabajadores una parte de la riqueza que producían en nombre de la solidaridad. Hoy, y en contra de esta concepción, se impone progresivamente el ideal de la igualdad de oportunidades: todo el mundo debe tener la posibilidad de alcanzar cualquier posición social, por muy desigual que sea. En este caso, la conciencia de la explotación se sustituye por el sentimiento de discriminación y cada uno puede, en mayor o menor medida, sentirse como una minoría discriminada en el marco de una competencia pura y perfecta. Poco a poco, las minorías discriminadas sustituyen a las clases sociales. Todos tienen derecho a la igualdad de oportunidades y al reconocimiento de una igual dignidad de su identidad cultural, sexual, religiosa.
Aunque poco discutible en términos de justicia, el imperio del ideal de la igualdad de oportunidades puede tener dos consecuencias desfavorables para la democracia. La primera es la sustitución de la antigua división de clases por la oposición entre ganadores y perdedores de la competencia meritocrática. Debido a la masificación escolar y a la influencia de los títulos en la trayectoria de las personas, los vencedores de la competencia se vuelven legítimos, se benefician de los cambios sociales y son percibidos como arrogantes, mientras que los vencidos en esta competencia, considerados responsables de sus fracasos, desarrollan un resentimiento contra las élites y los valores de la escuela. Hasta la década del 80, los trabajadores con bajo nivel de estudios votaban a la izquierda; hoy, los que no tienen títulos académicos se inclinan por votar a la extrema derecha y por la abstención. Los “ricos” votan a la izquierda, los “pobres” votan a la derecha.
Un "chaleco amarillo" muestra el mensaje "Vamos Macron, presidente de los ricos, sangrador de los pobres" en la noche del 31 de diciembre de 2018. Foto: EFE/ Ian Langsdon La segunda consecuencia del reinado de la discriminación es el “retorno de lo reprimido”, la reacción violenta provocada por el reconocimiento de las minorías. Las antiguas mayorías nacionales, religiosas o sexuales pierden sus privilegios y tienen la sensación de ser las “verdaderas discriminadas”. Cuando avanza la igualdad entre los sexos, muchos hombres se sienten amenazados y, por primera vez, la mayoría de los votantes masculinos originarios de América Latina votaron por Trump. Las mayorías populares defienden la nación que sería destruida por las oleadas migratorias y los derechos de las minorías. Evidentemente, todo esto puede parecer absurdo, pero hay que reconocer que, en muchos casos, las comunidades populares que defienden un imaginario nacional, religioso o sexual se sienten despreciadas y votan a los líderes que movilizan su ira. Apoyan a los partidos que movilizan sus miedos, al tiempo que se apoyan en una oligarquía que quiere destruir los derechos sociales, el estado de bienestar y las garantías institucionales.
Los líderes populistas no ocultan sus intenciones. Quieren asociar el conservadurismo social y moral con un liberalismo total y darwinista. Este pensamiento ahora tiene cabida en un mundo intelectual conservador y libertario que combina el nacionalismo, el racismo y el virilismo con la defensa de una libertad personal reducida a las elecciones de los consumidores y a la libertad de expresión más radical. Muchos medios de comunicación, en manos de unos pocos multimillonarios, apoyan esta causa alimentando el odio contra los migrantes, la ciencia y las universidades. Todo ello a expensas del civismo, la defensa de los derechos y la división de poderes
Roma 14.12.24. ATREJU la fiesta de juventud Fratelli d'Italia el partido Giorgia Meloni. en Circo Máximo.
Foto: Victor Sokolowicz¿Qué pueden hacer las izquierdas? Esta ola antidemocrática es tan fuerte que las izquierdas parecen paralizadas. Sus antiguos electores se pasan a la extrema derecha, con frecuencia se las identifica con las élites neoliberales y no saben cómo abordar las cuestiones relacionadas con la nación, la seguridad o la inmigración por miedo a verse arrastradas a terrenos peligrosos. En Europa, ven claramente que los Estados nacionales perdieron parte de su soberanía, saben que las políticas keynesianas chocan con la globalización del comercio, y también que las políticas ecológicas exigen sacrificios de todos y no solo de los más ricos.
En la mayoría de los casos, la izquierda se limita a condenar moralmente a sus adversarios y a rechazar lo que en Europa llamamos populismos, que sin embargo tienen poco que ver con los movimientos populistas nacionales latinoamericanos. Esta condena es necesaria, pero no basta para construir una alternativa creíble a los movimientos antidemocráticos que hablan en nombre de un pueblo que cree tener buenas razones para apoyarlos.
Caricaturas de Giorgia Meloni, Javier Milei, Jair Bolsonaro, Benjamin Netanyahu, Trump y Viktor Orban durante una protesta contra el presidente argentino en Madrid, el 18 de mayo de 2024.
Foto: REUTERS/Ana BeltranLa lucha por la reducción de las desigualdades sociales sigue siendo una prioridad. No es “radical” recordar que los populismos son menos el partido del pueblo que el partido de los ultrarricos que dominan hoy la vida económica y social. Una sociedad más igualitaria es una sociedad más pacífica y democrática, una sociedad en la que la “guerra de identidades” es menos violenta. Está de más decir que la igualdad de oportunidades es un principio de justicia incuestionable, siempre y cuando se recuerde que se debe dar prioridad a los vencidos de la competencia meritocrática para que obtengan lo que les corresponde en términos de ingresos y dignidad. Sin eso, el continuo enfrentamiento entre los vencedores y los vencidos de la competencia meritocrática, ya sea económica o académica, no dejará de alimentar el poder absoluto de unos y la humillación de otros.
Durante mucho tiempo, la nación se percibió como el marco cultural y social de la solidaridad y la ciudadanía en el que acepto hacer sacrificios por otros de los que dependo y a los que creo parecerme. En Europa y en el norte de América, las naciones ya no son lo que creían ser: son pluriculturales, están insertadas en culturas y economías internacionales. Ante este cambio, los populismos movilizan el nacionalismo y el odio hacia los demás, mientras que la izquierda permanece en silencio cuando debería construir un imaginario y una concepción de lo común, de la solidaridad y de los valores compartidos en una democracia más amplia y activa. En este sentido, la izquierda no debería abandonar las cuestiones de la nación y el pluralismo cultural a los enemigos de la democracia.
No basta con denunciar las injusticias sociales y desplegar una crítica continua para derrotar a los enemigos de la democracia. La construcción de un pensamiento económico y social de izquierda exige un trabajo intelectual y político largo, a menudo paradójico y difícil, si no queremos que la caída de la democracia sea nuestro futuro más probable.
Dubet es sociólogo francés, exdirector de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) ©François Dubet. Traducción: Patricia Sar.
Agradecimiento al Centro Franco Argentino y a Fundación Medifé.
Clarin
