Shanghái, ciudad billonaria, supersónica y fan de los números

En 1905, el cronista y viajero del modernismo Enrique Gómez Carrillo se embarcó rumbo a Asia. Un grupo de diarios en español le había encargado cubrir la guerra entre Japón y Rusia. En el camino, siguió el recorrido del Grand Tour que repetían los señoritos ingleses de la época: cruzó el Canal de Suez, conversó con un revolucionario egipcio, vio un espectáculo de bailarinas en Ceilán, visitó un fumadero de opio en la Indochina francesa. Al llegar a Shanghái, Gómez Carrillo quedó fascinado por la modernidad de una ciudad que, cincuenta años antes, no figuraba en los mapas occidentales.
La gente cruza la calle bajo una pantalla que muestra los últimos datos económicos y bursátiles, en Shanghái, China, el 4 de marzo de 2025. Foto: EFE/EPA/ALEX PLAVEVSKI
Desde la rambla del río, surcado por barcos cargueros, imaginaba estar en Amberes, en Róterdam, en Hamburgo. “Las guías nos dicen que este es el París del Extremo Oriente”, escribió antes de seguir viaje. Y aclaró: “Pero, en realidad, los dos nombres chocan. ¿París? No. Ni Oriente tampoco. Es una gran metrópoli del trabajo que se describe mejor con cifras estadísticas que con frases”.
Más de un siglo después, estas palabras no pierden actualidad. Cada viajero experimenta el mismo desborde, la misma pulsión de hablar de cantidades, la misma pretensión de descubrir una ciudad que siempre parece nueva. Una postal se repite: muestra el antes y el después del distrito financiero, construido en sólo veinte años. Donde hubo pantanos y arrozales, hoy se alzan torres de vidrio y esferas de acero que parecen la casa de los Supersónicos.
Es que ninguna otra ciudad cambió tanto en los últimos cuarenta años. Basta un paseo por la rambla para ver tres de los edificios más altos del mundo en una sola esquina. Juntos suman un kilómetro y medio en altura. Sobre la pasarela donde se filmó la película Her, el paisaje acumula distintas imágenes del futuro: un futurismo vintage en la Pearl Tower, un futurismo gótico en Tomorrow Square, un retrofuturismo en la Jinmao.
Los fieles se reúnen para esperar el inicio de una misa en el Templo del Buda de Jade en la víspera del Año Nuevo Lunar en Shanghái, China, el 28 de enero de 2025. REUTERS/Go Nakamura
Decenas de estas moles ostentan sus títulos. En 2006, la torre Plaza 66 se levantaba como la más alta de la ciudad; en 2010, fue el turno del Shanghai World Financial Center; en 2015, la Shanghai Tower. Pero esta carrera comenzó mucho antes: en 1934, el Park Hotel ya se alzaba como el edificio más alto de Asia.
Quizás fue ese paisaje el que atrajo a Nick Land, filósofo británico y fundador del aceleracionismo. En los años noventa, cuando Elon Musk era apenas un estudiante, Land escribía ensayos que parecían salidos de una distopía: cuestionaba la capacidad de la democracia para gobernar las nuevas tecnologías, celebraba el vértigo del desarrollo y sostenía que el caos era la esencia del capitalismo. Su libro Fanged Noumena mezclaba filosofía, ciencia ficción y una intuición brutal: el porvenir ya no sería humano.
Sus ideas son, al menos, polémica, pero en algo estaba en lo cierto: el siglo XXI sucedería en Asia. A principios de los 2000, abandonó la academia británica y desapareció del debate público para exiliarse en Shanghái, como si necesitara ver de cerca el lugar donde el mundo se aceleraba.
Century Avenue, Tomorrow Plaza, Innovation Galaxy, Future Island. Los nombres de las calles y edificios se repiten, como si la ciudad insistiera en marcar su destino como una de las capitales del siglo XXI. Y en el núcleo de esa afirmación está su gente, que se mueve con la soltura de quien acaba de llegar.
Una persona conduce a través del agua y el fuerte viento y lluvia del tifón Bebinca, que azota Shanghái. Foto: EFE/ Alex Plavevski
Celeste no se llama Celeste, sino Qian. Estudia español desde que terminó el secundario y, a los 22 años, tiene una entonación perfecta que sopla las zetas. Antes de empezar a trabajar, planea hacer un máster en España y viajar por Europa. De alguna manera, sus aspiraciones representan los deseos de esa nueva clase media que, según las estadísticas oficiales, ya abarca más del 70 % de la ciudad.
Ya lo decía Gómez Carrillo. Números. Para hablar de Shanghái, hay que usar números. Porque la sociedad más rica del continente no se describe, se mide: el tren magnético más veloz del mundo conecta el aeropuerto con el centro en diez minutos; el puerto más activo, donde cada año circulan más de 50 millones de contenedores; la red subterránea más extensa del planeta con 20 líneas de metro conectan 515 estaciones.
Nada mal para una urbe que inauguró su primer subte en 1993, cuando el ingreso promedio de sus habitantes apenas rozaba los 150 dólares mensuales. Hoy supera los tres mil. Con la misma velocidad, la capital económica de China escaló a la cima de las economías urbanas: su PBI ya sobrepasa a toda Argentina y su ingreso per cápita empata con la media europea. Hoy es la tercera ciudad que más dinero mueve en el mundo.
Las modelos desfilan con mascotas por la pasarela durante la Pet Joy Fashion Week 2024 en el distrito de Yangpu, en Shanghái.
Foto de Héctor RETAMAL / AFP.
Pero las estadísticas apenas llegan a captar lo que pasa en la calle. Al shanghainés se lo reconoce por su voluntad de ir a más: más ricos, más rápidos, más estrambóticos. Tan sólo hay que mirar a ese muchacho que pasea por la antigua Concesión Francesa con su alpaca de mascota o a esa mujer en tacos y top de cuero que detuvieron porque montaba a caballo por las avenidas en el medio de la noche. Las fotos viralizadas parecían sacadas del Studio 54. “Buscaba llamar la atención”, estallaron las redes chinas.
¿Efectos del desarrollo acelerado? Tal vez. En los paseos de compras y las vidrieras de las peatonales se multiplican las marcas de lujo, Gucci, Louis Vuitton, Chanel. Ninguna otra ciudad abrió tantos locales de Prada en la última década, incluyendo su primera casa de exposiciones en Asia. Para eso, reacondicionaron la antigua mansión de la familia Rong con ventanales de vitreaux y salones revestidos en roble.
Y sobre la calle, un Lamborghini tuneado con esténciles fluorescentes y luces de neón desfila con el escape libre. Entre sombras verdes y destellos celestes, parece una escena de Batman o, quizás, de una película de Wong Kar-Wai. El director, nacido en esta ciudad, acaba de lanzar una serie, Shanghai Blossoms, que narra la historia de un corredor de bolsa en los noventa, cuando se hicieron fortunas de la noche a la mañana.
Un hombre pasa junto a un stand de Tiktok durante la Exposición Mundial de Electrodomésticos y Electrónica (AWE) en Shanghái el 14 de marzo de 2024. Foto de AFP
Ante las postales diarias, uno se siente tentado a la explicación fácil: atribuir la ostentación a los años del colectivismo, como una reacción tardía a la escasez, cuando Bai, un vecino jubilado, araba la tierra y comía menos de 200 gramos de carne por semana. Como él, miles de jóvenes fueron enviados al campo, entre 1966 y 1976, para aprender del campesinado y así contribuir al gran desarrollo nacional. Pero esas razones no alcanzan.
Shanghái siempre fue una ciudad debrillo, de extremos. Se cuenta que, durante el maoísmo, las chicas escondían sus labiales de los Guardias Rojos para usarlos a escondidas; que en plena Revolución Cultural, un grupo de jóvenes robó los sellos oficiales para fundar su propia comuna; que en 1930, aquí funcionó el bar con la barra más larga del mundo. Tan larga que, según el actor y dramaturgo inglés Noël Coward, si apoyabas la mejilla, podías ver la curvatura de la Tierra.
“Shanghái, ciudad porteña”, tituló Juan José Sebreli su crónica de viajes. El ensayista llegó en la década del 60, invitado por el Gobierno junto con un grupo de maoístas argentinos. Lo alojaron en el Hotel de la Paz, el más clásico de la ciudad. Desde la ventana que daba a la rambla, se preguntaba si estaba en Oriente o en Chicago, por la silueta de las torres y las historias de pistoleros que se contaban en el puerto.
Antes de que el maoísmo rebautizara a este hotel, se llamaba Cathay, y su historia condensa como pocas las contradicciones de la modernidad shanghainesa. Su fundador, el magnate británico Sir Victor Sassoon, provenía de una familia que hizo fortuna con el tráfico de opio. Ya para los años veinte, sus inversiones habían migrado a la especulación inmobiliaria y sus rascacielos art déco, salones de baile y hoteles de lujo transformaron el skyline a la orilla del Yangtsé.
Héroe o traidor, según quién cuente la historia, Sassoon hospedó a Charles Chaplin, a Albert Einstein, a judíos exiliados del nazismo y, también, a los jerarcas japoneses que invadieron China durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos creen que fue un espía. Otros, un pragmático.
Personas visitan el parque de esculturas Jing'an, en el distrito Jing'an de Shanghái, el 24 de marzo de 2024. (Foto de Héctor RETAMAL / AFP)
Por esos años, la metrópolis era refugio de rusas zaristas que habían escapado de la Revolución de Octubre, banqueros bagdadíes que huyeron de la presión otomana y policías sijs que ordenaban el tránsito con turbante rojo, entre la población más cosmopolita de Asia. Disputada por intereses coloniales, dividida en concesiones y gestionada de facto por comerciantes y aventureros, funcionaba como una urbe sin soberano.
Fue en el desorden colonial, y aprovechando la fragmentación de las fuerzas de seguridad, donde doce delegados fundaron en 1921 el Partido Comunista. Mientras se reunían en secreto, por esas mismas calles paseaba el escritor Lu Xun, considerado el padre de la literatura moderna china. Fue uno de los primeros en escribir en bai hua, la “lengua blanca”,la que se hablaba todos los días, pensada para comunicarse conel pueblo. Hasta ese momento, la escritura literaria usaba el wenhua, la lengua culta que solo conocían los intelectuales.
Esa superposición de capas e imaginarios sigue presente en el paisaje. Wei, una joven nacida y criada en la ciudad, dice que los tiempos en Shanghái son muchos, y que conviven a la vista de quien se detenga a mirar. Como la consigna que apareció en una casa a punto de ceder ante las topadoras, en el barrio de Laoximen. Debajo de la mampostería se podía leer con claridad: “Diez mil años al presidente Mao.”
Entre las peatonales impolutas y los ventanales de los negocios de lujo, todavía se perciben marcas del pasado en el edificio del Banco de Especias de Yokohama. En el viejo barrio inglés, dos máscaras neoclásicas con las narices cortadas reciben a los clientes. Patrick Cranley, historiador de la arquitectura, está convencido: fueron mutiladas durante el gobierno de Mao, como un gesto simbólico contra los extranjeros (llamados despectivamente gao bizi, “narices altas”). No es casual: a pocos metros se encontraba la embajada británica.
Lo cierto es que en Shanghái el futuro siempre estuvo en disputa. Habrá que ver qué piensa esa chica que pasea con un dron de cuatro patas que camina como si fuera su mascota.
Salvador Marinaro es editor de la Guía de Shanghái, publicada por el Instituto Cervantes de esa ciudad.
Clarin