El salario mínimo

Leíamos hace pocos días cómo la cifra de afiliados en España alcanzaba un récord histórico, al acercarse a los 22 millones, mientras que el número de desempleados disminuía hasta los 2,4 millones, lo que constituye la cifra más baja en los últimos 17 años. Una evidencia cuantitativa que explica la dificultad del mundo empresarial por encontrar personal con que responder al crecimiento generalizado de la actividad económica. De continuar con el ciclo alcista, nos veremos ante la necesidad de recibir y regularizar a millones de inmigrantes en los próximos años, a los que no resultará nada sencillo acoger con un mínimo de dignidad, pues ni tan siquiera existe vivienda para cobijarles.
El récord en la ocupación me lleva a recordar lo crispado de los debates cada vez que, en los últimos tiempos, se ha aumentado el salario mínimo interprofesional; una serie de incrementos que han permitido pasar de poco más de 700 euros brutos mensuales a cerca de 1.200 en un plazo de siete años. A cada propuesta de incremento del gobierno se respondía desde la ortodoxia académica, encabezada por el Banco de España, afirmando que la iniciativa destruiría muchos puestos de trabajo y acabaría por perjudicar al conjunto de la economía española. Para reforzar dicha aseveración se aportaban densos análisis empíricos que pretendían evidenciar la relación directa entre mayor salario y aumento del desempleo. Sin embargo, las cifras vienen a demostrar el fracaso radical de aquellos presagios tan negativos.
Cuestionamos las actividades que sobreviven artificialmente por el trabajo precarioNo estamos ante nada nuevo, pues la historia reciente nos muestra el recurrente desacierto de aquellos economistas que se limitan a contemplar la realidad desde formulaciones supuestamente empíricas, sin atender a otro tipo de consideraciones. Así, en esta ocasión, de haberles hecho caso, incrementando el salario en función de la inflación y poco más, los 2,5 millones de trabajadores que ahora perciben 1.184 euros brutos mensuales, no alcanzarían los 900 euros; una gran injusticia que, asimismo, hubiera debilitado el crecimiento económico y amenazado la paz social.
A su vez, a la vista de que los incrementos no han afectado negativamente al empleo, hemos de cuestionarnos la conveniencia de actividades económicas que, sin perspectivas de mejora, sobreviven artificialmente gracias al trabajo precario; unos empleos que, además, requieren de la llegada masiva de inmigrantes, a los que condenamos a vivir hacinados en las zonas urbanas, amenazando los ya frágiles equilibrios sociales. Así, por ejemplo, si aspiramos a un turismo menos masivo y de mayor calidad, el progresivo incremento de los salarios no solo es una cuestión de justicia social sino, también, un incentivo para abandonar aquello que no tiene futuro y consolidar una oferta soportada en buenos profesionales y salarios decentes. Tampoco es tanto pedir.
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