Bayreuth acomoda a Wagner en el vodevil hortera y el confeti amable
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Entre el frío otoñal y la amenaza cíclica de la lluvia, el verano de Bayreuth ha encontrado su refugio lúdico en la vocación del cabaret. Resulta que la ópera más extensa de Wagner, "Los maestros cantores", ha sido revestida de confeti, de sarcasmo educado, de travestismo escénico e iconografía pop. Proliferan sobre la tarima los colorines, la pancartas, la camareras con jarras de cerveza. Y se ha sustituido la gravedad coral por una ligereza bien engrasada. "Die Meistersinger von Nürnberg" ya no busca refundar la nación estética de los alemanes. Se conforma con divertirlos a la hora de la siesta y en una sesión de casi siete horas.
Lo que propone Matthias Davids no es una versión crítica ni una relectura simbólica. Es una comedia musical de temporada, una fantasía de vodevil con pretensiones de sátira. El tono recuerda a Monty Python, aunque sin la corrosión del ingenio británico. Aquí el absurdo es amable, el ridículo se celebra y la irreverencia se rinde ante el aplauso efectista. Hay vacas inflables, músicos callejeros, guitarras eléctricas, figurantes con camisetas, coreografías de verbena y algún que otro número digno de la televisión regional. La ópera ha dejado de ser un arte del futuro. Ha decidido anclarse en la estética del entretenimiento.
Y el público lo agradece. Ríe. Aplaude. Celebra. Ha venido a pasarlo bien, no a pensar. Ya no se exige liturgia, ni solemnidad, ni transformación en la Colina verde. Se exige ritmo, claridad, comodidad. Y la producción de Davids la proporciona. Fluida, legible, simpática. Todo encaja. Todo entra. Todo pasa. Como si Meistersinger fuera ahora una opereta de masas, un sketch escenificado por el comité de fiestas.Wagner circus, podría decirse.
Se explica así mejor que la Nuremberg histórica y medieval degenere en una alucinación colorista. Se cruzan las referencias y los tiempos: los años cincuenta, los juicios de posguerra, el cabaret berlinés, el teatro de revista. La dramaturgia se sustituye por iconografía. Y el conflicto, por un tono juguetón que no incomoda, ni interroga, ni duele.
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Y sin embargo, debajo de este decorado carnavalesco, permanece intacto e inviolable el misterio de la música. Es en el foso donde sigue latiendo Wagner. Es ahí donde Meistersinger recupera su estatura. Y lo hace gracias a Daniele Gatti, que dirige sin aspavientos, sin dramatismo inflado, sin monumentos falsos. Su dirección es una obra de orfebrería y de rigor. No hay grandes gestos. Hay detalles. Hay matices. Hay un respeto casi sagrado por el equilibrio de planos, por los contrastes dinámicos, por la textura tímbrica.
La clave es la intensidad, la tensión la corriente submarina, el estupor de la trama sonora. Wagner no refuerza la orquesta únicamente para obtener más decibelios, sino para sofisticar los matices y convertir el foso en un prodigio expresivo y dramatúrgico.
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Gatti no busca imponerse a la escena. Prefiere cavar. Desenterrar. Dejar que la partitura respire por sí sola. En los pasajes camerísticos —la conversación entre Sachs y Eva, la enseñanza de David, la serenata fracasada de Beckmesser— se produce el milagro: Wagner se vuelve íntimo. Se vuelve frágil. Se vuelve humano. Y en ese escrúpulo musical, en ese dibujo microscópico, emerge una verdad que el montaje no consigue alcanzar. La verdad de la emoción. Del tiempo suspendido. De la belleza sin distracción.
En escena, el elenco vocal oscila entre la corrección y la epifanía. Georg Zeppenfeld, habitual del templo, encarna a Hans Sachs con una voz noble, flexible, madura. Canta como quien conoce el camino. Pero su interpretación no arde. No incomoda. No pesa. Es un Sachs doméstico. Amable. Un zapatero que entiende la música pero que ha olvidado el fuego. No hay gravedad ni mística. Sólo solvencia.
Todo lo contrario de Michael Spyres, cuyo papel protagonista ofrece una lección de libertad. Su Walther no se adapta. Se impone. No canta como se espera. Canta como quiere. Su voz —lírica, luminosa, líquida— huye del bronce wagneriano y propone otra masculinidad sonora: menos fuerza, más deseo. Cuando entona el "Preislied", no declama. Seduce. No pretende ganar el concurso. Pretende que el concurso deje de importar. Y lo consigue. Es el único que parece creer en lo que canta. El único que transforma la función en un acontecimiento.
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Christina Nilsson, como Eva, aporta una dulzura controlada. Su línea es limpia, su emisión clara, pero el montaje no le permite crecer. Aparece como figura decorativa en un mundo escénico que no la necesita para narrar. Sólo en sus dúos con Sachs se adivina la mujer detrás del personaje. Michael Nagy, como Beckmesser, se limita a ejecutar con eficacia la caricatura que se le impone: un escribano ridículo, funcional, sin sombra ni amenaza. Y el resto del elenco —Jongmin Park, Matthias Stier, Christa Mayer— contribuye con profesionalidad a la partitura, sin alterar su curso ni desmentir la comedia propuesta.
El coro, más contenido que de costumbre, canta con rigor, aunque reducido a un cuerpo danzante. Su canto es pulcro, su energía constante, pero no hay trascendencia en su presencia. El clímax del tercer acto, con flores gigantes y banderines al viento, parece más un festival escolar que un acto fundacional. La comunidad ya no se eleva. Se disuelve en confeti.
Die Meistersinger fue concebida como una ópera sobre la creación, sobre el arte, sobre el peligro de fosilizar la belleza. Aquí, ese peligro ya ha vencido. El montaje no busca refundar nada. No busca interrogar. Busca agradar. Y lo consigue. Pero a costa de trivializar la obra. A costa de vaciarla de conflicto. De drama. De idea.
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Bayreuth no es Disneylandia. Nadie acude a la Colina Verde para sonreír; se espera magia y riesgo. Aquí hay destellos de ambos —en Spyres y en ciertos pasajes del foso—, pero el conjunto se abastece de códigos seguros, gestos apaciguadores, guiños suaves. Para algunos espectadores eso basta. Para otros, significa que Wagner se ha instalado en una comodidad teatral que rehúye el vértigo.
El Confidencial