Juzgar a Sócrates es fácil, el resto es difícil.

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Juzgar a Sócrates es fácil, el resto es difícil.

Juzgar a Sócrates es fácil, el resto es difícil.

A finales de septiembre de 2014, António Costa ganó las primarias del Partido Socialista, liderando a las viudas del socratismo que se habían visto obligadas a convivir con António José Seguro desde 2011. Las primarias fueron reñidas, especialmente en los debates, y el actual candidato presidencial se esforzó por no dejar nada en el aire. Seguro había señalado al "partido invisible, con filiales principalmente en los partidos gobernantes, que ha conquistado partes del estado", y anunció que con él habría una "clara separación entre la política y la economía". El Partido Socialista le dio el 30% de los votos y el 70% a António Costa, y a partir de ese momento, la decisión empezó a ser clara.

Un mes después, estalló una polémica mediática sobre la posible condecoración de José Sócrates por parte del entonces presidente Cavaco Silva. Augusto Santos Silva, un supuesto ex radical de izquierda convertido en un gurú del socratismo entre 2005 y 2011, posteriormente nombrado presidente de la Asamblea de la República, cuya estupidez nacional decidió hace muchos años formalizar su inteligencia a pesar de la falta de pruebas, apeló a Cavaco: «Señor presidente, no condecore a Sócrates. No merece semejante mancha en su historial».

En ese momento, Ferro Rodrigues, otro supuesto ex radical de izquierda, posteriormente e igualmente elevado a la condición de figura de segundo rango en el Estado, hablaba en la Asamblea de la República, como líder parlamentario del Partido Socialista, alzando la voz lo más fuerte que podía para alabar a José Sócrates y su historial como gran político antiausteridad –en ese momento, interesaba poco que Sócrates hubiera sido el que inauguró el ciclo de austeridad; después de cuatro años de blanqueo histórico diario en los medios, ¿a quién le importaba menos?

Poco más de un año antes de que los sirvientes habituales finalmente se sintieran en casa y vislumbraran el Olimpo político en el horizonte, con Costa en São Bento y Sócrates en Belém, el feroz animal había sido contratado por RTP para comenzar una carrera como comentarista político, lo que ya se sabía que era una condición esencial para conducir a los seres vivos a la jefatura del Estado.

Sin embargo, el 22 de noviembre de aquel fatídico año de 2014, José Sócrates fue arrestado, dando inicio a una saga judicial que aún nos sigue entreteniendo. En diciembre, António Costa lo visitó en la prisión de Évora, dejando tras de sí un rastro de grasa y cinismo: «Su personalidad es conocida por todos. Sin duda luchará por lo que cree que es su verdad».

El Partido Socialista (PS) estaba dividido sobre qué hacer con su antiguo y querido líder. Quienes, como Seguro, se habían esforzado por reconstruir un partido de centroizquierda libre de las ataduras de la corrupción y de un sistema de intereses creados, negocios y el cínico ejercicio del poder fueron marginados. Quedaron quienes fingieron que Sócrates nunca había existido, quienes lo aislaron con engaños, buscando salvar a un ejército de cómplices que necesitaban seguir viviendo políticamente, quienes intentaron vender la idea de que el juicio de Sócrates era solo suyo y exclusivamente criminal, quienes creían que cualquier juicio moral, ético y político se había emitido en las elecciones legislativas de 2011, una amalgama de huérfanos políticos que finalmente encontraron en Costa el manto protector —y la protección— de sus carreras y el poder tentacular y espinoso que el PS había ejercido entre 2005 y 2011.

En 2019, con Sócrates ya desafiliado del partido, angustiado por la falta de solidaridad de sus compañeros, António Costa cerró definitivamente el asunto, cuando los hechos, independientemente de su naturaleza criminal, fueron conocidos por todos, diciendo que en el PS la gente no tenía conocimiento de tales hechos, y que mientras fue ministro de Sócrates, durante dos años, nunca había tenido una señal que levantara la más mínima sospecha sobre su comportamiento.

Un saludo especial para el lector que, tras llegar aquí, aún tiene el estómago tranquilo. Supongo que no es fácil.

La supuesta ingenuidad de Costa no era nueva. En 2009, cuando se disputaban los escaños del Parlamento Europeo, Ana Gomes, escudándose en la exigencia de un castigo ejemplar por corrupción "para que la sospecha no se cerniera sobre todos", afirmó que había una "campaña de ataques personales contra Sócrates". Carlos César, conocido por ser el patriarca de la familia con más miembros dedicados a la vida pública per cápita, también en 2009 declaró que Sócrates era "un hombre serio" y lo consideró víctima de montajes con motivación política en el caso Freeport. En 2010, el deportista hiperactivo João Galamba preguntó en Twitter si alguien se había retractado ya de las calumnias dirigidas contra Sócrates, y un día antes, António Costa pidió al país que "vigilara a Sócrates", un ejemplo de "combatividad, determinación, coraje e inconformismo".

La portada de la revista Focus del 15 de septiembre de 2004 pasó desapercibida para todos, pues hablaba de la "vida secreta" del "hombre que aspira a ser líder del Partido Socialista y primer ministro de Portugal": "Vive en un edificio de lujo, vive como un rico y declara que su salario de diputado es su único ingreso". Al fin y al cabo, nadie sabía nada, como declaró António Costa en 2019.

El socratismo nunca fue cosa de un solo hombre. José Sócrates está siendo juzgado por presuntos delitos, pero el juicio más necesario está lejos de comenzar. El socratismo es un caso de complicidad entre demasiadas personas que lo sobrevivieron con impunidad. Desde el inicio de la democracia —descontando así los excesos revolucionarios del PRI—, las instituciones y el régimen nunca han estado en mayor peligro que durante los años de 2005 a 2011. El Ministerio Público, los tribunales, incluidos los más altos, los medios de comunicación, la banca pública, la banca privada, las grandes empresas nacionales, cada pato salvaje portugués, los organismos reguladores, las empresas públicas: todo pendía de un hilo en manos no de un solo hombre, sino de un grupo enorme de compinches que ahora, en su mayoría, fingen que no pasó nada. El socratismo es una forma de ser. De censura, control, manipulación, narrativas, posverdad, mentiras, telegenética y silencios camaraderiles. El socratismo no fue un acto aislado. Fue, y es, un estilo, una cultura, una forma de operar el poder en Portugal, y sobrevivió al líder de su época dorada, ahora caído en desgracia. El juicio requerido no era penal; este debía ser llevado a cabo por quienes debían, en nombre del pueblo, y sus consecuencias no eliminan la necesidad del juicio político. De hecho, el mismo país que ahora se deleita en el voyerismo del proceso judicial e insiste en golpear a un moribundo es el mismo que se dejó llevar, y sigue haciéndolo, por el engaño político e institucional. Periodistas, comentaristas, políticos, todos aquellos que prefirieron la comodidad de la complicidad a la valentía de defender la democracia y las instituciones, y que continúan sus vidas allí, informando, comentando política, dirigiendo empresas públicas, repartidas por todo el estado, con su pequeño orden de nombramiento, reguladores de esto y aquello, tantos sentados en sillas en estudios de televisión, ninguno de ellos ha sido ni será responsable del daño que han causado al país.

El socratismo, ese estilo, esa red, esa inmundicia, no murió en 2011 ni nació en 2005. Sigue vivo, sigue sin rendir cuentas y sigue beneficiándose de su complicidad. Juzgar al hombre es fácil. Juzgar al sistema que lo empoderó y lo protegió es harina de otro costal. Y no hay mucha gente con la autoridad para hacerlo.

observador

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