La S en el núcleo de la verdad

Cena de verano en el puerto, seis en la mesa. Todo el mundo, sin excepción, explicando lo útil que es ChatGPT en su día a día: desde redactar informes veterinarios, hacer traducciones y escribir correos, a estudiar un máster. El 10% de la población mundial utiliza ChatGPT, y cerca de una octava parte utiliza algún chatbot inteligente. Cada uno le encuentra usos diferente, desde los más mecánicos a los más personales, que en ocasiones se convierten en relaciones de dependencia. No me refiero sólo a la dependencia práctica –como quien no sabe hacer los deberes sin Wikipedia–, sino a una dependencia derivada de la creencia de que estos chatbots son realmente inteligentes, es decir, tienen intenciones propias y que actúan con voluntad.
Un usuario usando ChatGPT
PexelsSam Altman admitía en otra cena, ésta con la prensa, que quizás un 1% de los usuarios caen en esta percepción, y que es un tema que les preocupa. Pero si hago caso a mi muestra no representativa estival, este porcentaje es mucho mayor. Una de las presentes, que llamaré Monster, relataba una historia que oscilaba entre Black Mirror y Plats brut s. Aseguraba que ChatGPT, a la hora de realizar ejercicios de su máster de IA, le daba respuestas equivocadas con la intención clara de perjudicarla. Cuando quiso cancelar su suscripción, explica que el sistema la engañó con menús inexistentes y opciones inventadas. Finalmente le proporcionó un enlace que llevaba a una web con un mensaje burlón que parecía bromear de su situación. Después de recriminárselo, afirma que los chats empezaron a desaparecer misteriosamente después de cada respuesta: “Estaba claro que no quería dejar rastro de lo que me decía”, afirma Monster. Desesperada se lo comentó a la tutora que le recomendó que le pidiera perdón. Lo hizo y los problemas se solventaron, afirma. Más allá de la absurdidad, la historia es reveladora del tipo de relaciones que establecemos con entidades que nos llaman por nuestro nombre y que creemos que nos hablan.
La cena giró alrededor de qué es y qué no es la IA con cierta dosis de escepticismo realista –la historia de Monster obliga a posicionarse–, que contrasta con las promesas de una inteligencia artificial general (IAG) que nos llegan de Silicon Valley. O quizá deberíamos decir llegaban. En su cena, Altman también afirmaba que “estamos en medio de una burbuja de IA que está a punto de estallar”.
La microhistoria de mi cena refleja la macrohistoria de la IA generativa: sobreexpectativas, atribución de inteligencia y desencanto al comprobar su realidad. E pur si muove. El escepticismo realista que se fue imponiendo en la mesa no impidió, sin embargo, que cada uno explicase casos personales de uso donde ChatGPT y Gemini –los chatbots más citados– les ayudaban en tareas repetitivas y de poco valor añadido: “No es inteligente y se equivoca mucho. Nunca le preguntaría nada de lo que no entendiera lo suficiente”, decía la propietaria de una clínica veterinaria.
Lección Del entusiasmo al desencanto, o cuando una cena de verano entre amigos se convierte en toda una lección de historia de la IAMás o menos lo mismo que decía Altman en su cena: “Una burbuja es lo que ocurre cuando un grupo de personas inteligentes se emocionan demasiado con algo que contiene un núcleo de verdad”. En el caso de la IA generativa, este núcleo es innegable: los chatbots son útiles para muchas tareas repetitivas y de escaso valor creativo. Pero no es el núcleo irradiador de una IAG inminente que justifica las valoraciones astronómicas de las empresas que apuestan por ella. La burbuja surge al confundir el avance real –limitadamente transformador– con la fantasía aceleracionista de una revolución total.
La IA no es la primera burbuja de matriz tecnológica. De hecho, la propia IA ha sido protagonista de dos burbujas anteriormente que han desembocado en “inviernos de la IA”. Pero el precedente más cercano es la burbuja de las puntcom del 2000. Miles de emergentes digitales captaron capitales astronómicos con promesas de cambiar el mundo con internet. La inmensa mayoría desaparecieron cuando se vio que no había ingresos reales que justificaran sus valoraciones. Pero había un núcleo de verdad en lo de “cambiar el mundo”: la existencia de Google y de Amazon, anteriores a la explosión de la burbuja, es la prueba.
Para los tecnólogos, la burbuja de las puntcom es como para los actores anglófonos la palabra Macbeth: no se pronuncia porque trae mala suerte. Sin embargo, Altman la citó abiertamente en su cena: “Si se fija en la mayoría de las burbujas de la historia, como la burbuja tecnológica, siempre hay algo real”. La realidad de la IA es dual: hay burbuja y progreso a la vez. La especulación financiera es evidente, pero también lo es el avance tecnológico. Cuando la burbuja explote –porque explotará–, el mercado se purgará de los excesos y muchas empresas desaparecerán. Al mismo tiempo, los proyectos viables se consolidarán y quedarán como nuevos referentes, tal y como ocurrió después del derrumbe de las puntcom.
La burbuja de la IA La burbuja de la inteligencia artificial está a punto de explotar. Lo dice Sam Altman, el propio director ejecutivo de OpenAISin embargo, hay efectos colaterales que no se desvanecerán con el colapso financiero. El consumo energético para entrenar modelos gigantes de lenguaje ha disparado las emisiones de CO₂ y compromete los objetivos climáticos de las propias empresas. La retórica de la automatización ha generado ansiedad y precarización laboral, haciendo creer a muchos trabajadores que son sustituibles aunque no sea cierto. Por eso es necesario distinguir entre el valor científico de la IA –indudable y útil– y la teletienda de Silicon Valley que lo fía todo al crecimiento exponencial: más datos, más capacidad de cálculo, más inversiones. En la naturaleza y en economía no hay nada que crezca eternamente de manera exponencial: si nos acercamos a cualquier curva de crecimiento, nos daremos cuenta de que está formada por muchas S encajadas unas con otras, cada una con su auge y su saturación. Esto mismo está ocurriendo con la IA: una sucesión de ondas de entusiasmo y de desencanto que avanzan sobre un núcleo de verdad más modesto de lo que nos dicen.
Mi cena de verano era su versión micro: entusiasmo inicial, atribución de intenciones humanas y, finalmente, desencanto. La macrohistoria de la IA, en una mesa.
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