Brians 2: Las almas juzgadas

Tal vez no hayan estado nunca en una prisión. Siendo así, lo más probable es que, en su imaginario, las cárceles sean una combinación letal de cine negro, noticias sensacionalistas y rumores mal contados. Pero lo cierto es que hay lugares donde el Estado, incluso el español –tan aficionado a la impostura moral–, intenta cumplir como puede con lo que prometen sus leyes: que las penas privativas de libertad han de orientarse a la reinserción. Es algo que no deja de molestar a quienes piensan que las cárceles son algo así como zoos, con la diferencia de que en los zoos nadie finge que prepara a los animales para volver a la selva.
Y digo “intenta” porque una cosa es lo que sucede entre sus muros y otra muy distinta, lo que exige el coro histérico de la opinión pública. Hace unos días, con un grupo de alumnos de Derecho, visité Brians 2, la mayor cárcel de Catalunya, con capacidad para 1.500 internos y que ahora alberga a 1.700. Nos recibió su directora, Brigit Blàzquez, que es una mujer serena y precisa, sin la más mínima intención de impresionar a nadie. Hace falta mucho temple para dirigir una prisión como esta sin llevar ni una porra encima. Ella y buena parte del personal son mujeres. Nadie va armado y, sin embargo, el lugar parece funcionar.
Se trata de un equilibrio volátil en el que no cuenta la fuerza sino los deseos de mejorar las vidas de los internos y, por otro lado, la autoridad moral. Cualquiera podría romperlo, y cada jornada empieza con el temor de que todo salte por los aires. La mayoría de los días no ocurre y esa comunidad –un pueblo habitado exclusivamente por gente a la que nadie quiere como vecina– va tachando días en el calendario y asumiendo su pena. Esa amarga necesidad en el colectivo de seres imperfectos y desdichados que los hombres somos.
Unos presos nos miraban con curiosidad educada, sin hostilidad. Otros nos ignoraban desdeñosamente. Con algunos pudimos hablar. Uno, con quince años de condena ya a la espalda, nos contó que es el responsable del comedor de su módulo. Lo decía con una sonrisa irónica pero digna. Tiene un hijo pequeño y quiere salir, empezar de nuevo: no joderlo todo otra vez. No se disculpaba. Tampoco pedía perdón. Solo afirmaba su humanidad. A los que le escuchamos nos bastaba con eso.
Lo que más sorprende de una cárcel catalana no es la calma ni las celdas limpias, sino que se siguen salvando vidasPero vivimos en una sociedad donde lo indecente es la compasión. Donde se parlotea sobre la reinserción, pero basta que un juez sugiera una reducción de condena o autorice un permiso para que el país se convierta, de pronto, en un congreso de inquisidores. Queremos cárceles con forma de infierno y salidas que conduzcan al paro y la indigencia. A eso lo llamamos justicia. Y al tratamiento penitenciario, buenismo estéril.
Apenas atisbamos a otro preso. Dos condenas por asesinato. Uno cometido dentro del propio centro. Nos contaron que habla con frialdad quirúrgica: “Si me sueltan, vuelvo a matar”. No lo dice con rabia ni con rencor, sino como quien ha llegado a un acuerdo con su destino. No hay psicólogo ni programa de reinserción que lo arregle. Está roto de forma irreversible y solo nos queda esperar a que envejezca mientras nos preguntamos de qué clase de material estamos hechos. Pero lo de menos es que él no tenga remedio. Lo que cuenta es que nuestra sociedad no quiera envilecerse recurriendo a la venganza: es la medida de la civilización. Tal vez no sirva para el preso, pero nos sirve a nosotros. La directora lo dice con una amabilidad que la hace parecer aún más firme: “Aquí no les volvemos a juzgar, hayan hecho lo que hayan hecho. Aquí intentamos que lo que dice la Constitución no se vuelva papel mojado”.
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Ahora ya más de la mitad de los internos son extranjeros. La cárcel requiere un potente centro de traducciones y la comunicación se produce en una especie de lengua franca, el suajili de la cárcel, mezcla de español, catalán, árabe e inglés. Celebraron el último Ramadán más de 600 presos. Un auténtico reto logístico. Y no pasó nada. Lo que más sorprende de una cárcel en Catalunya no es la calma ni las celdas limpias. Lo que sorprende es que, dentro, se sigan salvando vidas. Aunque no lo ponga en los periódicos. Aunque a nadie le interese saberlo. Aunque estemos demasiado ocupados pidiendo más dureza y más condenas.
La visita a Brians 2 fue reveladora. No porque fuera idílica –una prisión nunca lo es–, sino porque allí dentro se practica algo en lo que, fuera, hemos dejado de creer: la posibilidad de cambiar.
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