La mujer negra que, pese a la segregación, llevó al hombre a la Luna por primera vez

Una cosa es ser un pionero de la computación. Otra es haber sido una computadora humana. Suena raro, pero así se le conoció a Katherine Johnson, cuya historia es una de las más formidables de la informática.
Eso de ser una computadora humana suena distópico y un poco a ciencia ficción. Pero hubo una época en la que las ambiciones humanas trascendían las capacidades técnicas del cómputo, así que la única solución era buscar personas que tuvieran un don especial para la matemática y ponerlas a trabajar en tareas que hoy, sin que nos demos cuenta, hacen las computadoras. En cuanto a la distopía, sí, en esta historia hay mucho de eso. Frank Herbert se hizo eco del increíble oficio de computadora humana en su novela Dune, al crear los mentats.
Pero hay otra vuelta de tuerca. Una cosa es ser un pionero de la informática, y eso está muy bien. Otra es ser una computadora humana, y eso es mucho. Pero algo todavía más difícil y meritorio es haber sido una computadora humana siendo mujer en un mundo de hombres. Una mujer negra en un mundo de hombres blancos en el sur segregacionista de Estados Unidos.
Diré más: al principio, cuando Katherine fue convocada por la agencia que precedió a la Nasa (llamada National Advisory Committee for Aeronautics, Naca), debía trabajar y comer en salas reservadas para personas de color, como se llamaba, con este epíteto delirante y sintomático, a los afroamericanos.
Ella misma dijo, en un reportaje, que no sufrió mucho en carne propia la discriminación por ser negra, pero porque la tenía enteramente naturalizada. “Así era como era”, dijo, octogenaria y muchas veces premiada, cuando sus ojos volvían a aquellos días de principios de la década del 50. Los ingenieros negros, añadió, la tenían mucho peor. En esa época ni siquiera los contrataban.
Pero Johnson iba a tener que enfrentar y superar no ya una forma de discriminación, sino dos. Del color que elijas, las mujeres no eran bien vistas en los lugares de trabajo (salvo como secretarias, al punto de que las primeras computadoras estaban orientadas a ellas). Por ejemplo, cuando la Naca se convirtió en la Nasa y la segregación en espacios separados para trabajar y comer fue demolida (algunos prejuicios tardaron mucho más en desaparecer y otros todavía persisten), a las mujeres no se les permitía asistir a las reuniones operativas. Hasta que Katherine un buen día se plantó y quiso ir. Cuando le dijeron que no, que las mujeres no podían ir, preguntó si acaso había una ley que lo prohibiera. Y como no la había, fue. Haría historia.
Sus cálculos guiarían las naves del primer estadounidense que saldría al espacio y a los primeros humanos en pisar otro mundo. Cuando las computadoras electrónicas llegaron a la Nasa, John Glenn, el tercer astronauta estadounidense en animarse a ir al espacio y el primer ser humano en orbitar la Tierra (lo hizo tres veces), exigió que los cálculos de las máquinas fueran verificados por Katherine Johnson antes de subirse a la nave.
A no entusiasmarse con Glenn, de todos modos. Los prejuicios son como la humedad. Cuando uno cree haberlos erradicado vuelven a aparecer, bajo otra luz. En 1962, cuando la Nasa estaba empezando a plantearse su hasta entonces disparatada brecha de género en el espacio, el mismo Glenn dio un discurso para oponerse a que las mujeres se convirtieran en astronautas. El cálculo era visto como un trabajo femenino (basado en otro prejuicio, esta vez en contra de los hombres, el que dice que las mujeres son capaces de ponerle más atención al detalle). Viceversa, ser astronauta era cosa de varones, no de mujeres. “Es una realidad de nuestro orden social”, sostuvo Glenn en esa oportunidad.
Hoy, y tras la muerte de Katherine en 2020, a los 101 años, el edificio donde trabajaba como computadora humana y donde ahora tienen algunas de las máquinas más poderosas de la Nasa lleva su nombre. Y las mujeres van al espacio.
Todas las tormentasCreola Katherine Johnson, cuyo apellido de soltera (o sea, el de su padre) era Coleman, nació el 26 de agosto de 1918, en White Sulphur Springs, West Virginia (Estados Unidos). Tenía cuatro hermanos mayores, su mamá se llamaba Joylette Roberta y su papá, Joshua. Joshua, que sería clave en la vida de Katherine, fue leñador, granjero y, más tarde, conserje en un hotel de lujo cercano a White Sulphur Springs, el Greenbrier, en las montañas Allegheny, que son parte de los Apalaches.

Edwin E. "Buzz" Aldrin, Jr fue el segundo hombre en pisar el suelo lunar. AFP PHOTO NASA Foto:AFP
El papá de Katherine no había terminado la primaria (estudió hasta sexto grado), pero tenía un don. Podía sacar cuentas más rápido que nadie. Era capaz incluso de mirar un árbol y en un instante calcular cuántas tablas de madera podrían obtenerse. Ese don pasaría intacto a Katherine, que de pequeña mostró una inusual habilidad para la aritmética. En otro contexto, el camino habría sido una soleada jornada hasta la agencia espacial. Pero los esperaban muchos frentes de tormenta.
En esa distopía llamada segregación racial, el condado de Greenbrier (sí, el mismo del hotel) no proveía educación a los afroamericanos más allá del octavo grado.
Así que Joshua tomó una decisión que les cambiaría la vida a todos; especialmente a Katherine y, como tituló Forbes al día siguiente de la muerte de esta mujer brillante, el destino de Estados Unidos en la carrera espacial. Para que sus hijos pudieran recibir una educación, se mudarían a una casa que alquiló en Institute, una comunidad a unos 200 kilómetros de White Sulphur Springs, y desde septiembre hasta junio vivirían allí. Repitieron esta rutina durante ocho años, hasta que todos (Horace, nacido en 1912; Charles, nacido en 1913; Margaret, nacida en 1915, y Katherine, claro, que además iba adelantada) terminaron de estudiar.
Katherine entró a los 10 años en el Colegio Estatal de West Virginia (WVSC, por su sigla en inglés) y se graduó a los 14. Ingresó entonces en la universidad y se graduó a los 18. Esto fue más de 30 años antes de la ley de derechos civiles de 1964, que convirtió en ilegal cualquier forma de discriminación por raza, religión, sexo o nacionalidad en Estados Unidos. Por eso, Katherine debió asistir a lo que en ese país se conoce como “universidades históricamente negras”; instituciones que, en medio de la locura racista, les brindaban educación a los afroamericanos.
Era el caso de la WVSC, donde estudió idiomas (que encontraba también fáciles) y matemática, guiada por dos mentores que le sirvieron de faros: la química Angie Lena Turner King y William Schieffelin Claytor, el tercer matemático negro que se había doctorado en Estados Unidos. Claytor fue fundamental, no solo porque le permitió asistir a todos los cursos de matemática disponibles (“y algunos más”, según Johnson), sino porque le dijo que su futuro estaba en la investigación matemática. La joven Johnson todavía no sabía de qué se trataba eso, así que se lo preguntó. Claytor le dijo que tendría que descubrirlo por las suyas.

(Una de las primeras imágenes de la superficie de la luna. AFP PHOTO NASA Foto:AFP
Joshua lo logró y, contra la segregación y las privaciones, el hombre más inteligente del mundo (como lo definía Katherine), que no había podido terminar la educación elemental, les dio una educación a sus hijos. Podía sentirse satisfecho. Lo que no sabía era que había puesto en marcha una cadena de eventos que llevarían a su hija menor a calcular la órbita del viaje hasta hoy más extraordinario que ha emprendido la civilización, la misión Apolo 11 a la Luna. No diré de la humanidad, porque nuestra especie tiene 350.000 años y me imagino que la migración de los primeros humanos desde el África original hacia el resto del mundo fue el mayor de todos los viajes.
Pero la hija menor de Joshua y Joylette, luego de varios años de dar clases (su mamá era maestra), se mudó a Hampton, Virginia, y justo coincidió con que la Naca estaba contratando matemáticos. Katherine se había graduado summa cum laude y su marido, que hasta entonces también daba clases, estaba gravemente enfermo. Por lo tanto, se postuló y quedó seleccionada. Eso fue en 1953.
Seis años atrás se había completado la construcción de Eniac, un gigante que probó que el cálculo podía hacerse electrónicamente, pero faltaba mucho para que tal práctica se popularizara. Cuatro años después, en octubre de 1957, los soviéticos lanzaron el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik. Sí, como la vacuna. Los regímenes en los que solo una persona tiene toda la razón tienden a ser catastróficos para el desarrollo de las ciencias, por lo que la Unión Soviética consiguió comparativamente pocos logros, y el más sonado fue el Sputnik 1; por eso emplearían de nuevo la marca durante el covid-19. En ruso, sputnik significa satélite, y en latín satellite significa compañero, como lo es la Luna de la Tierra. Nada que ver con las vacunas.
El satélite soviético causó un sismo político en Estados Unidos. No por la carrera espacial (aunque tendría efectos sobre ella), sino porque el Sputnik fue lanzado mediante un misil balístico intercontinental, el R-7, que había sido probado en agosto. El mensaje era claro. Había que ponerse las pilas, y eso fue lo que hizo el presidente estadounidense Dwight Eisenhower el 7 de febrero de 1958, al fundar la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (Arpa), de la que nacerían internet y una cantidad de otras tecnologías que todavía usamos hoy. El 1.º de octubre de ese año, el Naca se disolvió y dio paso a la Nasa, que incluyó la investigación en asuntos aeronáuticos, pero que se propuso ir al espacio. Para lo que se necesitaban lanzadores (o sea, misiles). Eso hizo que Katherine, que hasta entonces había actuado como una computadora humana, empezara a ejercer como especialista en asuntos aeroespaciales.
“Todo esto se reduce a matemática”, dijo en una entrevista, y es así. Ir al espacio requiere de una constelación de tecnologías, pero al final es menester trazar una trayectoria correcta (o la historia terminará horriblemente mal). Esa trayectoria requiere resolver una serie de ecuaciones que toman en cuenta las complejas interacciones de la gravedad, la aceleración, la atmósfera y demás. Kepler y compañía.
En HollywoodKatherine fue tan extraordinaria en esto que Alan Shepard, el primer estadounidense en ir al espacio, fue encontrado exactamente donde había anticipado la aritmética de la hija del granjero que no había terminado la primaria. Por eso, más tarde, Glenn exigió que Johnson comprobara las trayectorias que habían emitido las primeras computadoras electrónicas. No sé si es evidente, pero los prejuicios son tan insidiosos que Glenn confiaba en una mujer, en la que no confiaba para ser astronauta, para que comprobara los cálculos astronáuticos que había hecho una máquina, que como era algo nuevo y por lo tanto desconocido, entonces le causaba recelo. Si me permiten la brutal simplificación, la raíz de todo prejuicio es la ignorancia.
Con estos aciertos en su carrera, cuando Estados Unidos se preparó para el jaque mate histórico de llevar los primeros hombres a la Luna, Katherine estaba en el lugar y el momento correctos. Junto con otra mujer, Margaret Hamilton, guiaría a los hombres a la Luna.
Apenas conocida es su participación en un vuelo quizá menos célebre, pero mucho más complejo y dramático, el del Apolo 13. Las soluciones que Johnson había desarrollado en años anteriores para navegar usando las estrellas permitieron traer de regreso a los tres astronautas en la nave maltrecha (no tenían suficiente energía para usar la computadora de a bordo sin perder el soporte vital). Y, sin embargo, el largometraje Apolo 13 nunca la menciona. Cierto que Katherine no participó directamente en el rescate y que el film, uno de mis favoritos, se centra en la acción y el suspenso. Pero de todos modos hoy se siente como una ausencia, lo mismo que la explicación, algo superficial, de cómo se gestó el incidente que causó la catastrófica falla del módulo de servicio.
Aunque en sus últimos años se convertiría en una celebridad y es muy conocida la escena en la que Barack Obama, en 2015, le coloca la Medalla Presidencial de la Libertad y le da un beso, la vida de Katherine no fue en ningún sentido fácil, aunque ni perdió la sonrisa ni malgastó su tiempo en rencores. James Francis Goble, su primer marido, murió de un cáncer de cerebro; tuvo tres hijas con él. Luego se casó con un veterano de la Guerra de Corea, James Johnson, que fue su compañero durante 60 años, hasta que falleció en 2019, 11 meses antes que ella.
El viaje de Katherine fue épico. Una chica negra con un don extraordinario que nace en el sur segregacionista de EE. UU. y termina guiando a los hombres a la Luna. Ni forzando las tintas a uno se le ocurriría un argumento más potente
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