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La historia de Souleymane: un instante de cine para la conmoción (*****)

La historia de Souleymane: un instante de cine para la conmoción (*****)

Mantenía el filósofo que el espectador no debe contentarse únicamente con ser receptivo a lo que ve de forma pasiva. El verdadero espectador, el espectador vivo, es aquel que se implica con el ritual de convenciones que propone la escena hasta despersonalizase si es preciso; hasta confundir y cambiar su propia circunstancia (confundirse y cambiarse por tanto) con la realidad acotada representada en el marco del escenario. El pensador del que hablamos, llamado Ortega y Gasset, se refería al teatro, pero bien se podría decir otro tanto del cine, por definición la más inmersiva e hipnótica de las artes. No sabemos si el director Boris Lojkine ha leído a Ortega. Pero como si sí. Pese a las apariencias y el título tan gráfico, La historia de Souleymane no está pensada para ser simplemente contemplada o escuchada. La intención es que la película se viva y que se viva por dentro. La historia de Souleymane quiere ser, transformada por medio de un cine ideado y ejecutado para la conmoción, la historia del propio espectador. Enmarcadas en el límite de la pantalla, las circunstancias del protagonista acaban por ser, pese a su supuesta lejanía, y de forma irremediable, las mismas del que mira, las de un espectador que es literalmente obligado a dejar de ser sujeto pasivo de la vida de los otros. Y así.

El punto de partida es, si se quiere, convencional. La idea es seguir de la manera más cercana posible un par de jornadas de un repartidor por las calles de París. Lojkine, un director acostumbrado al cine entendido casi como aventura exótica, se refugia ahora en un relato cotidiano, casi pedestre, para acercarlo a lo inaudito, a lo salvaje y, por qué no, a lo insoportablemente injusto. Mientras recorre a contra reloj los caminos del GPS, el Souleymane del título al que da vida un colosal Abou Sangare repite una y otra vez su historia, la historia que debe ser avalada y refutada por un funcionario público. De ella y de que gracias a ella se le conceda el estatus de asilado depende su vida. Y ahí, en la pelea por confeccionar un relato cierto que dé sentido a una vida por fuerza absurda se debate el futuro del protagonista y, apurando, el de cualquiera, emigrante o no.

La cámara se arriesga más allá del simple naturalismo empeñada en transmitir la angustia primaria del desclasado, del rechazado, de un hombre solo. Y así hasta que la pantalla abandona el espacio aséptico de la simple representación para transformarse en materia viva. Suena tremendo y lo es. Toda la película está vivida y sufrida al límite mismo del aliento de un hombre al borde de todos los precipicios. Y ahí se queda a vivir. La historia de Souleymane pelea desde el primer segundo contra el ritual de convenciones que propone la escena o, mejor, lo hace suyo en un esfuerzo desmedido y perfectamente calculado por tallar a escoplo en la retina del espectador la experiencia ajena y, sin embargo y de repente, tan cercana. La película se vive, más que simple verse, sobre cada una de las incertidumbres, dudas y heridas de su protagonista. Y lo hace de tal modo, en un ejercicio de cine visceral, enérgico y febril, que no queda otra que confundir y cambiar orteguianamente la propia circunstancia con la de Souleymane.

Ya al final, y sin ánimo de reventar nada, llega la entrevista. Ahí se ven las caras el actor no profesional que es Abou Sangare y la intérprete profesional que es Nina Meurisse. Emigrante y funcionaria. El relato que hemos escuchado una y otra vez en forma de ensayo es, por fin, declamado en la escena del tribunal que ha de otorgarle o no la salvación. Y justo en ese instante todo se transforma, cada segundo de cine nos transforma. Es cine arrebatado para la conmoción. Es cine que no admite nada más que espectadores vivos. Brutal y hermoso.

Director: Boris Lojkine. Intérpretes: Abou Sangare, Nina Meurisse, Younoussa Diallo, Amadou Bah. Duración: 92 minutos. Nacionalidad: Francia.

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