La crisis del cólera empeora en Sudán del Sur mientras surgen nuevos combates y se desvanece la ayuda humanitaria

En enero, en Renk, una remota ciudad fronteriza del Estado del Alto Nilo, en Sudán del Sur, Monica Nyandeng yacía acurrucada en el suelo de su cabaña. Sufría fuertes calambres de estómago y vómitos constantes. Cada movimiento le resultaba doloroso, y sus fuerzas disminuían con el paso de las horas. Sentía que su cuerpo se estaba apagando.
Esta joven de 32 años es una de las más de 47.000 personas afectadas por el peor brote de cólera del país en más de dos décadas. “La enfermedad me sobrevino rápidamente. Sentía que se me iba la vida”, recuerda por teléfono tres meses después, ya recuperada. El cólera es una enfermedad diarreica aguda que se cura con antibióticos e hidratación, pero puede resultar mortal en cuestión de horas si no se trata. Se propaga a través del agua o los alimentos contaminados en lugares con malas condiciones higiénicas.
La crisis comenzó en octubre, cuando las inundaciones estacionales arrasaron su aldea y contaminaron el río, la única fuente de agua para miles de personas. Sin agua potable ni información sobre lo que había que hacer, las familias bebían lo que lograban encontrar. “Nos limitábamos a beber agua, limpia o sucia”, explica Nyandeng, que es madre de tres hijos. “Nadie nos había dado pastillas de cloro ni nos había explicado la importancia de hervirla, sobre todo, después de las inundaciones”.
Las inundaciones no solo contaminaron el agua, sino que además borraron los caminos de tierra que unían su aldea con las clínicas más cercanas, convertidos en una masa de barro espeso. “Era imposible ir a buscar ayuda”, recuerda.
Sudán del Sur, la nación más joven del mundo, ha sufrido repetidas crisis sanitarias y humanitarias desde su independencia en 2011, pero esta última oleada tiene lugar en condiciones aún más terribles: inundaciones, desplazamientos de población, nuevos combates, significativos recortes de la ayuda y un sistema sanitario al límite de sus capacidades. Desde que surgió el brote en Renk, el cólera ha golpeado a nueve de los 10 Estados de Sudán del Sur, incluida la capital, Yuba, y se ha extendido a la vecina Etiopía. Más de 870 personas han muerto, superando con creces el número de víctimas del último gran brote del país, ocurrido en 2016 y 2017, que infectó a más de 20.000 personas y mató a más de 400.
En brazos de un vecino que la cargó a través del barro, Nyandeng llegó finalmente a una abarrotada tienda de campaña de emergencias para recibir atención médica. En el interior de esta clínica improvisada, uno de los pocos centros de tratamiento en funcionamiento de la ciudad, los sanitarios se movían con rapidez entre el gran número de pacientes y la escasez de material. “Estaban claramente desbordados y se les agotaban los suministros esenciales, como los goteros”, recuerda. “Yo solo pensaba en quién cuidaría de mis hijos si no lograba sobrevivir”.
Desde que surgió el brote en Renk, el cólera ha arrasado nueve de los 10 estados de Sudán del Sur, incluida la capital, Juba, y se ha extendido a la vecina Etiopía
Nyandeng pasó días luchando contra una grave deshidratación y el agotamiento, aferrándose a la vida mientras los sanitarios se afanaban a su alrededor. Al final logró sobrevivir, pero el miedo aún persiste. Tres meses después de su recuperación, conseguir agua potable sigue siendo una lucha diaria. “Estoy agradecida de estar viva, pero las condiciones que me hicieron enfermar siguen ahí”.
Un sistema al límiteEn el centro de aislamiento del cólera del Hospital Universitario de Yuba, la doctora Achai Bulabek sufre enormemente la presión. Cada día reciben hasta 20 pacientes con cólera, muchos de ellos gravemente deshidratados, que les llegan derivados de ciudades lejanas o trasladados desde clínicas con pocos recursos. “Suele ser difícil rescatarlos, porque el cólera es una enfermedad potencialmente mortal”, explica Bulabek.
El 59% de la población de Sudán del Sur carece de acceso a agua potable, y solo el 10% dispone de unas condiciones de saneamiento mejoradas, según datos de Unicef; eso les hace sumamente vulnerables a los brotes epidémicos.
“Ahora es cuando está surgiendo el verdadero brote de cólera, porque nos encontramos en plena estación de lluvias”, añade Bulabek. “La falta de educación sanitaria y un saneamiento deficiente son, junto con la escasez de suministros, los mayores retos que se nos plantean”.
La sala de aislamiento del cólera del Hospital Universitario de Yuba, concebida en un principio para 50 pacientes, alberga actualmente a más de 90. Los enfermos yacen en colchones combados, muchos de ellos presos de una grave deshidratación, con vías intravenosas sujetas a unos soportes improvisados.
El personal médico pasa a toda prisa de una cama a otra, comprobando los fluidos intravenosos y atentos a cualquier signo de deterioro. Los suministros son limitados: las bolsas de suero, los antibióticos y las sales de rehidratación oral se racionan escrupulosamente. Fuera de la sala, las familias esperan ansiosas mientras siguen llegando más pacientes en estado crítico.
Bulabek solo lleva cuatro meses en su puesto, pero ya sabe lo que significa trabajar en un sistema al borde del colapso. En su pabellón, con demasiada frecuencia se quedan sin suministros esenciales, como líquidos intravenosos o antibióticos. Y la situación es la misma en todo el país.
Sistema sanitario al límiteLos años de conflicto y la falta de inversión han dejado maltrecho el sistema sanitario de Sudán del Sur. Menos de la mitad de la población vive a menos de cinco kilómetros de un centro sanitario operativo, y más de una cuarta parte de los centros de salud simplemente no funcionan. Las clínicas carecen de personal capacitado, de medicamentos esenciales y de suministros básicos. La financiación de la ayuda humanitaria, que en el pasado había sido su salvación, se ha reducido drásticamente a tan solo el 16 % de las necesidades reales.
Los recientes recortes impuestos a USAID, la mayor fuente de ayuda para Sudán del Sur, han obligado a la organización Save the Children, que apoyaba 27 centros de salud en el Estado de Jonglei, a cerrar siete clínicas, reducir otras 20 y despedir a 200 empleados. Además se ha cerrado un servicio de transporte que estaba financiado por Estados Unidos, de modo que los enfermos ahora se ven obligados a caminar durante horas para recibir atención médica.
Algunos no logran llegar vivos a su destino. Save the Children afirma que al menos ocho personas, entre ellas cinco niños, murieron tras caminar más de tres horas intentando llegar a un centro sanitario. Decenas de pacientes llegan tarde, deshidratados o ya demasiado enfermos para poder ayudarles.
“Los recortes de fondos han tenido consecuencias terribles para Sudán del Sur”, relató en conversación telefónica con EL PAÍS el jefe de la misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Sudán del Sur, Zakaria Mwatia. “En MSF nos vemos obligados a tratar únicamente a los pacientes de cólera, las víctimas del conflicto y los casos urgentes que requieren una intervención inmediata”.
Trabajadores humanitarios atrapadosEn el Estado del Alto Nilo, donde el brote se declaró por primera vez en octubre, la renovada violencia está convirtiendo una emergencia sanitaria en una crisis humanitaria en toda regla. El acuerdo de paz de 2018, por el que el presidente Salva Kiir y el vicepresidente Riek Machar formaron un Gobierno de unidad, está ahora en peligro al haberse reavivado los combates y la agitación política. Desde finales de febrero, los enfrentamientos entre las fuerzas gubernamentales y el Ejército Blanco, una milicia que apoya a Machar, han provocado ataques mortales, el desplazamiento de más de 84.000 personas y detenciones de líderes de la oposición, incluido Machar. La ONU advierte del peligro de que el país vuelva a caer en una guerra civil a gran escala.
Las consecuencias para los pacientes de cólera se han hecho sentir de inmediato. “Antes de que estallara el conflicto, teníamos unos 50 pacientes en el Estado del Alto Nilo”, explica Mwatia. “Pero debido al miedo y la inseguridad reinantes, huyeron de la clínica, y ahora se ha disparado el número de casos”. La enfermedad se propagó al Estado de Junqali, al Gran Pibor, y a través de las fronteras a la región de Gambela, en Etiopía. Según la ONU, desde principios de marzo 10.000 personas han cruzado la frontera a Etiopía.

En algunas de las zonas más afectadas, las infraestructuras sanitarias han dejado de funcionar. MSF se ha visto obligada a cerrar su unidad de cólera en el condado de Nasir, en el Estado del Alto Nilo, y 23 miembros del personal humanitario han sido reubicados debido a la inseguridad de la zona, según informa la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). Ante la inaccesibilidad de las carreteras y la falta de transporte público, muchos pacientes fueron trasladados a Ulang, donde estaba el centro operativo más cercano. Pero pronto desapareció también ese balón de oxígeno.
Recortar fondos ahora, en medio del conflicto, con la recuperación de la pandemia de covid-19, la afluencia de refugiados y un brote de cólera en curso, es un golpe devastador que llega en el peor momento posible
Zakaria Mwatia, jefe de la misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Sudán del Sur
El 14 de abril, un grupo de hombres armados asaltó el hospital de MSF en Ulang, el único de su clase en la región. Saquearon las instalaciones y amenazaron al personal. El ataque obligó a la organización humanitaria a suspender los servicios en este centro de 60 camas, interrumpiendo “unos esfuerzos esenciales para tratar a los pacientes de cólera y controlar el brote en curso”.
“Debido a los enfrentamientos, para los trabajadores humanitarios resulta prácticamente imposible llegar a las zonas afectadas, y los riesgos de seguridad nos impiden transportar suministros por avión”, indica Mwatia. “De modo que las comunidades quedan a la merced de las enfermedades. Desafortunadamente, hay personas que mueren en zonas remotas, lejos de cualquier ayuda”.
Petición de apoyoAun así, en todo el país continúan los esfuerzos por contener el brote, especialmente en las regiones que todavía no se han visto afectadas. “En lugares como Abyei, donde el cólera no ha hecho estragos, aunque la amenaza es grande, estamos equipando a las comunidades para que se adelanten a la enfermedad”, explica Mwatia.
Abyei es una codiciada región rica en petróleo situada en la frontera entre Sudán y Sudán del Sur. Allí, los equipos de MSF despliegan campañas de educación en materia de higiene, distribuyen pastillas de cloro y preparan equipos de respuesta rápida. “Hemos instalado salas de cuarentena con kits de análisis y vacunas, para poder reaccionar con rapidez si surgieran casos”, dice Mwatia.
Pero las medidas preventivas son escasas y, sin el apoyo global, advierte Mwatia, no serán suficientes. “La comunidad internacional debe reconocer la particular situación en que se encuentra Sudán del Sur, una nación joven que todavía pugna por estabilizarse”, señala. “Recortar fondos ahora, en medio del conflicto, con la recuperación de la pandemia de covid-19, la afluencia de refugiados [de la vecina Sudán] y un brote de cólera en curso es un golpe devastador que llega en el peor momento posible”. “Al retirar ese apoyo”, añade Mwatia, “el mundo estaría abandonando a una nación confrontada con unos retos insalvables”.
EL PAÍS