El ruido y la toga: Marchena tiene la venia

Quien se acerque a La justicia amenazada con la esperanza de encontrar un alegato contra el Gobierno o una crónica velada del poder judicial en tiempos convulsos, saldrá con un ligero disgusto. Este no es un libro de exabruptos ni de revelaciones. Marchena, funcionario prudente incluso ante la cercanía de la jubilación, no está dispuesto a quemar puentes. No escribe para agitar, sino para pensar. Y ese gesto –en su caso irónico, pero sosegado– es ya, en estos tiempos, un acto de resistencia inusitado. Aunque, claro, Marchena no es Trotski ni lo pretende.
No es frecuente que un juez –y menos uno de su talla– se asome al mundo editorial con un ensayo de opinión. En tiempos no tan lejanos, magistrados en activo como Perfecto Andrés Ibáñez escribían con frecuencia en la prensa. Hoy, ese tipo de intervención pública es rara. Por eso, más allá de su contenido, lo que hace singular a este libro es, sencillamente, que exista. Su autor no se engaña: sabe que su principal atractivo no está tanto en lo que dice, sino en el hecho de que lo diga él. Se da por supuesto que, viniendo de Marchena, cualquier afirmación será un torpedo a la línea de flotación del Ejecutivo. No lo es.
⁄ Se da por supuesto que, viniendo de Marchena, será un torpedo a la línea de flotación del Ejecutivo. No lo esEl estilo es otro de sus puntos fuertes: una prosa cervantina, pulida, llena de ecos ilustrados. Hay resonancias de Feijoo, Jovellanos, Silvela o Maura, que confieren al texto una gravedad serena, más ética que jurídica. Es un libro que se lee con gusto incluso en sus diagnósticos más sombríos. Nada que ver con los escritos típicos de juez, esos artilugios retóricos que huelen a temario de oposición y a naftalina decimonónica.
Marchena repasa los males clásicos de nuestra administración de justicia: la politización del Consejo, la sobrecarga estructural, la presión ambiental, la desconfianza ciudadana. Pero lo hace sin levantar la voz, sin señalar culpables, y –pese al título del primer capítulo, “¿De quién depende el fiscal? Pues ya está…”– sin entrar en la reyerta partidista. No hay aquí más referencia a la política actual que esa frase desafortunada de Pedro Sánchez. Quien espere ver cuestionado el papel del fiscal general, se sentirá decepcionado.
Marchena incluso entiende que el fiscal deba depender del Gobierno: lo contrario –advierte– sería crear otro poder autónomo e irresponsable. Se limita a sugerir matices sensatos, posibles. Otra cosa es que, hoy en día, la sensatez y la viabilidad parezcan utopías reservadas a titanes.
Más allá del diagnóstico, lo que llama la atención es la deliberada ausencia de propuestas estructurales. Marchena no defiende reformas legislativas ni revoluciones organizativas. Su propuesta es, en apariencia, más modesta, pero también más ambiciosa: que todos –ciudadanos, políticos, jueces– seamos mejores. Que practiquemos la moderación, la templanza, el juicio ponderado. Como jurista práctico, sabe que una buena ley no basta: es apenas el comienzo. Sin un contexto de respeto mutuo y equilibrio, la norma no sirve de gran cosa. Por decirlo con uno de sus latiguillos más conocidos: “Empezamos mal…”
En un país donde la autocrítica se considera debilidad, Marchena no vacila en preguntarse si en su propia casa –los tribunales– esas virtudes siguen vivas. Hay una crítica de fondo, apenas esbozada: la justicia ha perdido el hábito de la introspección. Se puede juzgar sin aprender nada, sumidos en una soledad autocomplaciente e inmóvil. Se puede aplicar la ley sin sabiduría. Se puede elegir mal, incluso con las mejores normas.
Y, sin embargo, el libro no suena a lamento, sino a advertencia tranquila. Marchena no quiere conmocionar: quiere recordarnos que aún hay una manera digna de ejercer la función pública. Que no todo está perdido si todavía es posible escribir con serenidad, por mucho que el mundo avance a velocidad vertiginosa —y no siempre hacia lo mejor.
Manuel Marchena La justicia amenazada Espasa 352 páginas
21,75 euros
lavanguardia